Flotadoro
A siete metros de la orilla, dejó de hacer pie, y flotó con seguridad y delicia. Sus amigos, en la orilla, reparamos en una aleta que se movía con agilidad y superaba la superficie del mar
Carlos Martínez, aunque sea forofo del Barcelona y cimero antimadridista, es un buen narrador de fútbol. Tiene un defecto en la pronunciación del idioma. Le resbala la última letra en las voces agudas y en alguna grave. En lugar de «balón», dice «balono», y al Real Madrid, cuando está contento porque va perdiendo el partido, le llama «ele Reale Madride». La entrada «dele» defensa ha sido fea porque se ha tratado de un «pisotono». Como decía Toni Leblanc en una divertidísima descripción de la habitación de un hotel: «Había una cama con 'dosele', otra sin 'ele', el 'ventiladoro aquele' y una buena 'calefacciona'».
En mi juventud tuve un amigo que no sabía nadar. A los dieciocho años no sabía nadar. Y se bañaba con un flota, al que llamaba mi «flotadoro». «Cuidadito, Julio María, porque han dicho en la radio que merodea por la playa de Ondarreta un 'tiburono' que ataca a los bañistas con 'flotadoro'». Pero Julio María no hacía caso a sus amigos, y se adentraba en las antaño elegantes aguas de Ondarreta, con su vistoso «flotadoro», que incorporaba a su sector frontal el cuello y la cabeza de un cisne intolerable, «intularapla» en catalán.
La mar es siempre inesperada, y es peligroso confiar en sus reacciones. En una galerna septembrina arremolinada, la dama de acrisoladas virtudes doña Icíar Gurusalde Oiz, que se bañaba todos los días del año con un traje de baño que impedía la visión de un solo centímetro cuadrado de su desarrollada celulitis, fue zarandeada por las olas y las corrientes de un temporal imprevisto, y apareció completamente desnuda bajo un pino de la isla de Santa Clara. Tuvo que ser rescatada por una lancha de la Comandancia de Marina y una embarcación del parque de Bomberos, y tanto los unos como los otros coincidieron en calificar a la náufraga en pelotas, de «más que horrorosa, lo siguiente». Los marineros y bomberos que intervinieron en el rescate fueron condecorados, no por el rescate en sí, sino por su templanza y serenidad ante el terrible espectáculo que ofrecía doña Icíar en porretas.
El día de autos, soplaba un leve viento nordeste y el sol brillaba con la luz refulgente pero melancólica que anuncia la llegada del otoño. Julio María, sujetando con sus manos el «flotadoro», entró en el agua con decisión. A siete metros de la orilla, dejó de hacer pie, y flotó con seguridad y delicia. Sus amigos, en la orilla, reparamos en una aleta que se movía con agilidad y superaba la superficie del mar. «¡¡'Flotadoro', vuelve a la orilla que hay un 'tiburono' presto a hacerte escabechina con su afilada dentadura!!», le gritó Higinio Landechoguren, que era muy redicho. Y «Flotadoro» consideró que la advertencia de Landechoguren era una broma de dudoso gusto. Y siguió flotando con seguridad y delicia.
La enorme boca del tiburón emergió de la mar y amputó al cisne por la cabeza. El cuello del cisne amputado comenzó a silbar, prueba inequívoca de que estaba perdiendo aire. «Flotadoro», horrorizado, en una décima de segundo, aprendió a nadar. Lo que le había resultado imposible en dieciocho años, lo dominó en un segundo. Y nadó hacia la playa. Recuerdo que, incluso, con buen estilo. Situación confusa. Todos animábamos a «Flotadoro» pero ninguno nos atrevimos a acudir en pos de su salvación. Fue devorado por el escualo, que resultó formar parte de la familia de las tintoreras, un tiburón tenido por pacífico de acuerdo con la tradición. La tradición no es dogmática.
Nada quedó del pobre «Flotadoro», que fue atacado por la indignada reacción del «tiburono» al reparar en el cisne. Al día siguiente fue enterrado en Polloe. Un entierro absurdo porque no se pudo encontrar nada para enterrar.
Han transcurrido más de cincuenta años de aquella masacre, y todavía recuerdo al bueno de «Flotadoro».
No identifico a los amigos que se abstuvieron de rescatar al pobre y recordado Julio María por dos razones de peso. La primera, porque uno de ellos era el autor del presente texto. Y la segunda, porque el otro era el gran artista que firma las ilustraciones de los lunes. Higinio Landechoguren, el tercero de los amigos, falleció arrollado por el trolebús de Igueldo, porque había estudiado en Inglaterra y antes de cruzar las calles de San Sebastián, miraba al revés. Eso sí, aprendió a hablar en inglés divinamente.