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Pecados capitalesMayte Alcaraz

11-M, la crónica del desamparo

La vesania terrorista actuó de disolvente: la brecha entre la izquierda y la derecha se hizo más grande, kilométrica, y sus consecuencias tóxicas todavía gravitan sobre nuestras vidas

Tuve la suerte de no tener a ningún ser querido en los trenes que, hoy hace veinte años, rociaron de sangre y lágrimas la piel de Madrid. Pero sentí en mis adentros el dolor por los seres queridos de otros, que eran de otros pero que pudieron ser los míos: solo medió unos minutos, la elección de un tren y el destino. Como periodista, recorrí el escenario del horror, hice reportajes al pie mismo del dolor, indagué en los relatos políticos de esos días de ruido y furia. El mismo ritual fatuo de palabras sectarias, vacías de sentido. Recuerdo el reverbero del sol en las gibas del convoy hiriendo mis ojos ya prontos a las lágrimas aquel 12 de marzo, y oír solo el silencio hueco y funeral del desamparo: el silencio de los cadáveres envueltos en sudarios blancos a los que plañían 192 familias invadidas de ausencia mientras nuestros políticos se desgarraban, se mordían como perros rabiosos en busca de carnaza.

Cuando le tocó a Francia sufrir los zarpazos del terrorismo el país se unió en torno a su presidente. Ni una fisura. Ni una voz discrepante de otra que plañía. El 11-S también aglutinó a los americanos alrededor de sus poderes públicos. Nada es siempre de color de rosa, pero la conmoción, el dolor y la necesidad de abrigo común sirvió de bálsamo contra la barbarie. En España, cuatro trenes estallaron porque unas manos asesinas guiadas por unas mentes más asesinas colocaron unas bombas. Eran terroristas. Eran los malos. Era la muerte manipulada e irracional. Y frente a ellos, lo buenos, la España que madruga, la que va de su corazón a sus asuntos en tren, y no sale en la tele. El aspirante a presidente José Luis Rodríguez Zapatero fue claro: «Si ha sido ETA, perderemos las elecciones. Si han sido los islamistas, las podemos ganar».

Se desató una guerra de nervios por capitalizar los atentados tan obscena que es imposible no avergonzarse. Casi doscientos cuerpos destrozados en la morgue mientras nuestros políticos de un lado y de otro jugaban a colgarle al contrario la negra medalla de la autoría de aquel duelo. En cualquier mente sana, esas horas de desgracia deberían haber servido para dejar trabajar a los servicios de información de la Policía y el CNI y no haber dado nada por resuelto. Menos comparecencias atropelladas de Acebes y Zaplana y más rigor en la resolución. Y desde la oposición, qué decir del agit prop del PSOE de Rubalcaba y Zapatero, ahítos de convertir en votos la pésima gestión del PP. El «pásalo», el asedio a las sedes del PP… Todo valía.

En un lado y en otro se acumulaban evidencias de que el de enfrente buscaba rentabilizar el golpe seco del 11-M: desde la intervención de Ibarreche apoyando la tesis de Aznar de que había sido ETA, hasta la conversación captada a Otegui y Permach en la que decían que sus amigos no eran los autores; la furgoneta Kangoo, los versículos del Corán, la mochila de Vallecas, la Ser anunciando que se habían encontrado dos cadáveres yihadistas en los trenes, el locutorio de Lavapiés, la expulsión de Rato y Piqué de la manifestación en Barcelona contra las bombas, Génova rodeada el día de reflexión. Un totum revolutum infame cuando solo hacían falta dos cosas bien sencillas: respeto y amparo.

Millones de españoles fueron a votar con la certidumbre de que su Gobierno les había mentido. Ganó Zapatero y perdió Rajoy. Un atentado terrorista había servido para dar un vuelco a los pronósticos, cambiar el sentido del voto, colocar a un mediocre presidente en Moncloa y, sensu contrario, para alimentar una teoría de la conspiración que contradecía la verdad judicial y que nunca se ha podido probar. Así se perfeccionaba un relato falso, que el Gobierno saliente le puso en bandeja a la propaganda socialista: la derecha mentía. Curioso: la izquierda desde entonces no ha salido del surco labrado por la mentira.

La vesania terrorista actuó de disolvente: la brecha entre la izquierda y la derecha se hizo más grande, kilométrica, y sus consecuencias tóxicas todavía gravitan sobre nuestras vidas. Cualquiera de nosotros que tenga más de 30 años se acuerda de lo que hacía a las 07:36 de la mañana de aquel 11 de marzo de 2004. Es nuestra memoria íntima. La colectiva dirige nuestro recuerdo a lo único puro de aquella guerra política infinita: el desamparo de las víctimas, cuyo Memorial en Atocha acabó con goteras. Como esa desgraciada página de nuestra Historia.