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Enrique García-Máiquez

El gran jubileo, como mínimo

La única manera de que mi instinto moral se aplacase ante la aplicación de la amnistía es que el Gobierno decretase un jubileo universal, como los antiguos judíos

No hace falta ser muy susceptible ni tiquismiquis ni vanidoso para haber sentido en el ánimo el mordisco ácido de la humillación más de una vez en la vida. Como el dolor físico, la humillación también es un sistema de autodefensa. El dolor te avisa de una enfermedad oculta o de una amenaza grave, y hay que agradecerle esa alarma. Unos tíos bisabuelos de mi mujer –cuentan en la familia– tenían una rara enfermedad genética que inhibe el dolor. Lejos de ser una bendición, aquello resultaba peligrosísimo, porque podían estar quemándose los pies en el brasero –como pasó– sin darse por aludidos. El sentido de la humillación cumple el mismo papel, pero en el plano moral y social. Hace, ay, falta.

Yo me siento íntimamente humillado por la ley de amnistía. Cada vez que hago un viaje largo me llega alguna multa de tráfico por haber ido a 83 km/h en un tramo de la autovía en que había que ir a 75. Había un carril de incorporación –por el que cuando yo pasé no se incorporaba nadie–. Pero que ni se me ocurra no pagar con pronto pago esa multa puntillosa. Cuidado con no rellenar un formulario (con su tasa) para cortar un árbol que planté yo en el jardín de mi casa. O no respetar la prohibición de tener un perrito más del que permite la ley de bienestar animal.

Podríamos seguir pero el amable –y cabreado– lector podría poner ejemplos diversos por su cuenta, según su experiencias, que las tendrá muchas y malas. Yo ahora, cuando voy conduciendo y veo que la policía ha parado a algún coche, me enfurezco pensando en los malversadores y golpistas catalanes que se van a ir de rositas con la ley de amnistía que les ha regalado Pedro Sánchez. El Estado les pasa la mano por el lomo a los delincuentes condenados, mientras con la otra nos aprieta el cuello y nos vacía los bolsillos a los ciudadanos corrientes.

La humillación es doble o triple. Primero, por la extracción de rentas que luego utilizan, además de para la sanidad y la educación, para sus otras cosillas políticas o ilegales. Segundo, por el perdón de las penas de delitos muchísimo más graves y, desde luego, más dolosos. Y, en tercer grado de humillación, porque otra buena mordida de nuestros impuestos o multas (da igual) irán a parar a los manejos políticos de esos mismos indultados en el punto dos.

La única manera de que mi instinto moral se aplacase ante la aplicación de la amnistía es que el Gobierno decretase un jubileo universal, como los antiguos judíos. Esto es, que se perdonasen todas las deudas y cuentas pendientes con la administración para que todos empezásemos de cero. En Israel, esto ocurría cada «siete semanas de años», o sea, cuando se cumplían siete veces siete años, cada cuarenta y nueve años. En España sería cada vez que Pedro Sánchez necesite siete votos, lo que ocurrirá en esta legislatura más de setenta veces siete.

El motivo es más pedestre, sí, como de Pedro Sánchez; pero el jubileo, al menos, no incurriría en la humillación moral de tratarnos al resto de los españoles como ciudadanos de segunda fila. Resultaría honesto que Sánchez dijese: «Tengo que perdonar a Puigdemont unas cosas gordísimas sin más remedio por la cuenta que me trae, pero, como me niego a humillar a nadie más que a mí mismo, os voy a perdonar a todos los impuestos, multas, tasas, contribuciones y hasta muchos delitos». Ya puestos a cargarnos el Estado de Derecho y a regalar dispensas, pues a lo grande. A todo quisqui.

Yo estaría en contra también de eso, porque prefiero la racionalidad, la ley y el orden; pero no me sentiría humillado por un Estado que me condena a siervo de la gleba, con derecho a pagar puntualmente mis muy exhaustivos impuestos, y las multas que me caigan al vuelo por ahí; y poco más.