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HorizonteRamón Pérez-Maura

Cuando el PSOE levantó su muro

Este muro es cada día más alto y nadie debe contribuir a que se siga elevando. Y aceptar que estos actos tengan lugar dentro del Palacio Real de Madrid no pudiendo el Rey ni invitar a las autoridades que tenga por conveniente, es someterse a una humillación a la que no será fácil sobrevivir

Como todos, he vivido con emoción el vigésimo aniversario del día de la infamia. Dejó un signo indeleble, fue una de esas ocasiones en que todo el mundo recuerda dónde estaba cuando se enteró de la noticia. Lo mío no es como para estar orgulloso. Confieso que estaba dormido y entró en mi habitación a despertarme mi hija Casilda, que tenía ocho años. Me decía que «hay bombas en trenes en Madrid». En 20 minutos, ducha incluida, yo estaba en ABC.

No me voy a meter en recordar todos los detalles de aquellos días que tan prolijamente se han narrado en esta hora. Lo que sí quiero rememorar es que creo que no se ha pedido suficientes cuentas a gentes como el jefe del CNI, nombrado por Aznar, primer no militar que ocupaba el cargo, el embajador Jorge Dezcallar. El CNI sostuvo ante el Gobierno la inexistencia de conexiones islamistas. Y después Dezcallar –que venía de ser embajador en Marruecos– fue con Zapatero embajador ante la Santa Sede y en Washington. Casi nada. A otros diplomáticos que habían servido en Gobiernos de Aznar como por ejemplo Ramón de Miguel –ocho años secretario de Estado para Europa– les negaron una embajada. Un caso sin precedentes. Y mientras el CNI negaba esa conexión, las fuerzas de Seguridad del Estado dirigidas por Ángel Acebes reconocían las pistas islamistas. Cada vez que oigo hablar de cómo el PP intentó embarrar el terreno y mintió, hay un dato que me parece difícilmente cuestionable: todos los detenidos por aquella barbarie lo fueron mientras estaba el PP en funciones y Acebes al frente del Ministerio. Tras la llegada de Zapatero a la Moncloa, sólo quedaba agitar la conspiranoia porque el trabajo estaba ya hecho.

Con ese bárbaro atentado se rompió a España de una forma que no se había producido desde la Guerra Civil española. Con el agravante de que en 1936 estalló una guerra terrible desatada por una confrontación entre españoles hermanos. Pero lo de 2004 fue una confrontación provocada por una agresión contra todos los españoles de todos los partidos y algunos supieron subirse a lomos del agresor y sacar el mayor partido de la crisis.

Sobre esa base, el PSOE de Zapatero empezó a alzar un muro que han mantenido hasta la fecha con bastante éxito. Revivió la afortunadamente aparcada Guerra Civil con una mendaz ley de Memoria Histórica, presentó al PP como un partido radical propalador de mentiras (¿a beneficio de quién?) y buscó una confrontación cada vez mayor entre españoles. El PSOE revivió el odio como forma de mantener el poder. Los enemigos no eran quienes perpetraron la barbarie del 11M. Los enemigos eran quienes nos gobernaban y son hoy los herederos de quienes nos dirigían entonces. Y desde hace veinte años, el muro se ha ido construyendo ladrillo a ladrillo. Y la altura de la tapia es ya de tal envergadura, que lo de ayer fue el acabose.

El sectarismo de Sánchez ha llegado al extremo de conmemorar el vigésimo aniversario de la matanza de Madrid, junto a la Comisión Europea, pero actuando como anfitriones y en el Palacio Real, que Sánchez ya ha convertido en su lugar favorito para las grandes ocasiones. Siendo anfitriones, el Gobierno español ha intentado endilgar a la Comisión Europea la decisión de no invitar al acto al presidente del primer partido de España en número de votos. Que hace falta ser sectarios y querer construir muros. Para mí, y me parte el alma decirlo, es incomprensible que la Casa del Rey acepte la sumisión de Sus Majestades a esta politización de las víctimas del terror islamista. Este muro es cada día más alto y nadie debe contribuir a que se siga elevando. Y aceptar que estos actos tengan lugar dentro del Palacio Real de Madrid no pudiendo el Rey ni invitar a las autoridades que tenga por conveniente –y que figuran en el protocolo del Estado– es someterse a una humillación a la que no será fácil sobrevivir.