Homenaje a Orwell
Nuestro actual Gobierno habita ya en la novela '1984': lo negro es blanco y el principio de realidad no existe, solo lo que ordena el partido
Estamos en Londres y corre septiembre de 1941. Eric Arthur Blair es un inglés de 38 años, fumador compulsivo y de vestimenta descuidada; alto, de cara corriente y alargada, sombra de barba cerrada y una frondosa mata de pelo. Periodista pluriempleado en el Servicio Oriental de la BBC, observa desde una balaustrada elevada como su ciudad arde bajo las bombas alemanas. Desencantado sobre la condición humana, anota sus lúgubres pensamientos: «Según escribo estas líneas, seres humanos sumamente civilizados me sobrevuelan intentando matarme. No sienten ninguna enemistad personal hacia mí, ni yo hacia ellos. La mayoría, no me cabe duda, son hombres bondadosos, respetuosos con las leyes, que jamás soñarían con cometer un asesinato en su vida privada. Pero si uno de ellos consigue hacerme pedazos con una bomba bien lanzada no dormirá peor. Están al servicio de su país, que tiene plenos poderes para absolverlos de todo mal».
No se han escrito resúmenes mucho mejores de lo que suponen la estupidez y el horror de las guerras y el militarismo. Eric Blair, que rubricaba sus artículos y novelas como George Orwell, fue uno de los intelectuales más honestos del siglo XX (y lo tengo entre mis columnistas favoritos, junto a Montaigne, Chesterton y Greil Marcus). Algo más silencioso que las bombas, una tuberculosis, se lo llevaría nueve veranos después de aquella tarde bajo el Blitz hitleriano, con solo 46 años.
Orwell, que se proclamaba agnóstico pero acudía puntual a los servicios de la Iglesia de Inglaterra y ordenó un entierro cristiano, es para muchos el mejor ensayista inglés junto al Doctor Johnson. Separados por dos siglos, a ambos los une un punto excéntrico y, sobre todo, un sentido común a bocajarro y a prueba de imbéciles.
Arthur Koestler, otra figura que supo estar en su sitio ante las atrocidades totalitarias del truculento siglo XX, señalaba que Orwell hacía gala de «una honestidad intelectual al margen de compromisos que lo hacía parecer casi inhumano». Con su estilo claro, límpido, ejerció de paladín de la decencia de la gente común, la de esos ingleses de a pie que conformarían la materia de los hobbits de Tolkien. Le gustaban el té negro fuerte, la cerveza templada, el fish and chips, la radio, el pub y el fútbol. Detestaba la hipocresía –tan inglesa también– y se esforzaba en hacer algo harto difícil para un intelectual: testar en todo momento la valía de sus ideas y estar dispuesto a cambiarlas si no superaban su filtro moral. Por eso, tras acudir a combatir en la Guerra Civil española en las filas socialistas salió escaldado y pasó a convertirse en un crítico implacable y mordaz del totalitarismo. Volvió de España con la cicatriz de un tiro en el cuello –que no lo reunió en el cielo con Samuel Johnson por solo unos milímetros– y con una aversión absoluta al comunismo, ideología deshumanizadora hasta lo criminal.
Recién acabada la II Guerra Mundial, Orwell se mofa del virus comunista con Rebelión en la granja, una hilarante sátira que debía ser obligatoria en todas las escuelas (y muy en especial en las de la actual España). Un año antes de morir, llega su segunda entrega contra las ideologías lavacerebros, su novela distópica 1984. Un líder autoritario, Gran Hermano, aspira a gobernar perpetuamente. Sus principales armas para afianzar el poder son la propaganda atosigante y la desinformación promovida desde el Gobierno. En el mundo de Gran Hermano, el Partido único ha liquidado el principio de realidad, pues es el poder quien dicta lo que existe y lo que no y establece cómo son las cosas. Los miembros del Partido tienen el deber de defender que lo blanco es negro, si así lo ordena Gran Hermano, e incluso han de creerlo contra toda evidencia.
La izquierda que nos gobierna está ya exactamente ahí. Los ejemplos son incontables. Pero recogemos uno de esta misma semana. Mientras el «progresismo» obligatorio hacía aspavientos hiperbólicos ante el acoso de unos periodistas al domicilio de Ayuso, el ministro Óscar Puente insultaba a un periódico crítico con el poder llamándolo «ojete» y «contenedor de porquería». Preguntada por esos insultos, la portavoz de Gran Hermano –perdón, de Sánchez–, la ministra Pilar Alegría, respondió así: «El señor Puente nunca insulta. El señor Puente explica. Es transparente y trata de explicar. Desde luego no insulta, pero a algunos les molesta verse ante el espejo».
¿Qué significa esto? Pues que estamos ante la consumación de la pesadilla que Orwell anticipó en 1984: una autocracia en la que la verdad ya no existe, sino que consiste en lo que ordene Gran Hermano en cada momento. Por eso asistimos a mutaciones como las de tertulianos e intelectuales del régimen, que pasaron sin pestañear de sostener que la amnistía era mala e inadmisible a defender con idéntico énfasis la postura contraria.
El daño supremo que nos ha traído Sánchez es haber dinamitado la verdad, inmolada en el altar de la ideología y el oportunismo. Se vuelve así imposible establecer un diálogo político, o un debate de ideas. ¿Cómo tender puentes con quienes actúan como si la realidad no existiese? No hay manera.
Asombroso que escribiendo su novela en 1949, Orwell fuese capaz de anticipar a la perfección lo que hoy estamos padeciendo en España. Levantemos en su honor una pinta de London Pride.