Fundado en 1910
El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

La guerra que viene

Una guerra santa que se dote de artefactos nucleares será un prosaico Apocalipsis

Hace tres días, el 22 de marzo de 2024, un comando islamista del Daesh asesinó a no menos de 150 civiles (las cifras son aún muy incompletas) en una sala de conciertos de Moscú. Ardió todo el recinto. Daesh reivindicó, de inmediato, la matanza y la ilustró en sus redes con el vídeo de su ejecución.

Hace cuatro meses y medio, el 7 de octubre de 2023, un comando islamista de Hamás asesinó en Israel a 1.200 civiles desarmados. Las mujeres fueron violadas antes del tiro de gracia. Los bebés ardieron, en los hogares incendiados, junto a sus padres. Un número no del todo determinado de secuestrados –¿cuántos vivos, cuántos cadáveres?– fue tomado como moneda de cambio.

Olvidamos muy deprisa.

Olvidamos la carnicería del 13 de noviembre de 2015. París. 130 civiles –muy jóvenes en su mayoría– asesinados en el asalto de un comando del islamista Daesh a la sala de rock Bataclan y sus alrededores.

Olvidamos la ejecución selectiva del 7 de enero de 2015. París también. Doce periodistas asesinados por balas islamistas en la redacción de Charlie Hebdo.

Olvidamos el 7 de julio de 2005: bombas islamistas en el metro de Londres. 52 viajeros muertos.

Olvidamos el 11 de marzo de 2004: atentado islamista en Madrid. 193 asesinados por bombas yihadistas, cuando se encaminaban al trabajo en su tren matinal de cada día.

Olvidamos el 12 de octubre de 2002 en Bali: 202 turistas tiroteados por islamistas en los nocturnos festejos de Kuta.

Olvidamos el 11 de septiembre de 2001: 2.947 civiles asesinados en el ataque de un comando islamista de Al-Qaeda en Nueva York…

La lista puede prolongarse. Casi indefinidamente. Pero la memoria no soporta el peso de tanto crimen. Y la cobardía europea no soporta su ausencia de respuesta a esa crueldad con la que los guerreros de Alá han venido desplegando, en las últimas décadas, los prolegómenos de una guerra santa que incluyó –pero eso no parece importarnos– el exterminio masivo de creyentes de todas las religiones y, en particular, la proclamación del genocidio yazidí en el califato Daesh entre Iraq y Siria. Guerra de superstición contra modernidad. Contra toda modernidad.

Y esa guerra que está viniendo no tiene precedentes. Es una guerra santa, sí, cuyo programa se cifra en exterminar a todos cuantos no se sometan al Islam militante. Y es, además, una guerra santa –esto es, sin límite moral en el exterminio– que se asienta sobre la disponibilidad de artefactos nucleares. Nadie se engañe. El islamista Paquistán los posee. Lo cual equivale a decir que el islamista Irán los posee. Y, a través de Irán, el acceso a variedades mayores o menores de armas nucleares pasa a ser verosímil entre las proliferantes bandas de alunados yihadistas.

¿Es tan difícil entender que una alianza mundial contra esa anacronía asesina que es el yihadismo debería primar sobre cualesquiera conflictos o desacuerdos entre las distintas variedades de nuestras sociedades modernas? Parece serlo. Es como si una pulsión suicida hubiera ganado la partida. Una pulsión particularmente testaruda en Europa. Ni siquiera nos apercibimos de que la matanza ya ha comenzado. Y que una matanza teocrática no tiene límites. Al lado de lo que viene, las dos guerras mundiales del siglo XX quedarán, en los futuros libros de historia, como una anécdota. Una guerra santa que se dote de artefactos nucleares será un prosaico Apocalipsis.

Quede dicho, al menos. Aun cuando a nadie vaya a gustar escucharlo. Me vuelve a la memoria la melancolía del Chateaubriand que evoca «al viejo cura que, en la toma de Béziers, debía hacer repicar la campana antes de caer él mismo, cuando el último ciudadano hubiera expirado». Esperemos que, en nuestra indolente Europa, alguien sepa dar un último tañido de campana. Antes de extinguirse. Poco más que eso queda.