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Cosas que pasanAlfonso Ussía

Aquellas Semanas Santas

La Semana Santa se ha convertido en una excusa de vacaciones y no se le concede importancia a su fuerza y sentido religioso

En la Semana Santa apenas se viajaba. Jueves y viernes, oficios y visitas a la iglesia. En la radio, Las Siete Palabras del padre Laburu, jesuita y médico. Al final, el comentario de mi madre a sus hermanas. «¡Qué maravilla! ¡Cómo hemos llorado!». El Viernes Santo, interminable. Todo estaba prohibido. Oír música que no fuera sacra. La ascendencia andaluza de nuestra madre se interpretaba en el luto. Los hermanos –los ocho últimos– salíamos a pasear por el bulevar de la calle de Velázquez de luto riguroso. Muchos vecinos del barrio nos daban el pésame. El Sábado Santo se aflojaban las restricciones, y el Domingo de Resurrección, después de la Santa Misa en los Carmelitas de Ayala, colas en El Riojano o en Neguri, en pos de tartas y pasteles. Nuestra madre se encontró con unos vecinos, pioneros en acudir a esquiar durante la Semana Santa. «Son de la cáscara amarga», nos comentaba. Los de la cáscara amarga, por supuesto, eran los de izquierdas que intentaban parecer de derechas pero se les notaban las intenciones. En TVE, las pláticas del Padre Urteaga, y las películas de todos los años. Los Diez Mandamientos, Rey de Reyes, Balarrasa, Marcelino Pan y Vino, y La Caída del Imperio Romano.

El Domingo de Resurrección, la retransmisión desde la Plaza de San Pedro de la Misa oficiada por Su Santidad, finales de Juan XXIII y principios de Pablo VI. Sucede que aquellas tradiciones no nos molestaban en absoluto. Nos habían enseñado que la Semana Santa era para rezar, no para divertirse. En Sevilla y Málaga se entremezclaban la fe y el vino. Y el Domingo de Resurrección, en la plaza de Toros de Sevilla, se abría la temporada taurina. Durante decenios, siempre con Curro Romero en el cartel. En la tarde del Domingo de la esperanza, cazábamos en La Moraleja y disparábamos a todo lo que se movía entre las jaras y las encinas. Mi hermano Álvaro, prudentemente, se abstuvo de pulsar el gatillo al oído de un gran animal que resoplaba y gemía detrás de un arbusto. Se trataba de una pareja que culminaba las ansias del principio de la primavera. Se les cortó el gustirrinín y fueron despedidos por mi hermano de esta manera:

–Se hace, pero no se resopla, guarros.

En la actualidad, la Semana Santa es un trajín de coches, trenes abarrotados y vuelos a los destinos más exóticos, pero como tal, la Semana Santa se ha convertido en una excusa de vacaciones y no se le concede importancia a su fuerza y sentido religioso. A mí, particularmente, me emocionan los pasos y las procesiones, demostración palpable y visual de eso que tanto molesta al retroprogresismo. «España es cristiana y no musulmana». Sánchez, el marido de Begoña Gómez, felicita a los musulmanes por el fin del Ramadán, pero no lo hace con los cristianos que celebramos y respetamos la Semana Santa. (Ignoro lo que me sucede. Hasta escribiendo de la Semana Santa, el nombre de la mujer de Sánchez se cuela en mi texto, y no por culpa de los diablillos de la imprenta).

Me considero un cristiano –católico, apostólico y romano– más que deficiente. Pero en Semana Santa mantengo en mi casa las tradiciones sagradas de mis padres y mis abuelos. Algunas, tediosas, pero siempre, al final, elevan el ánimo y me ayudan a pensar que vivimos en una nación atacada que resiste. Esa Legión con su Cristo de la Buena Muerte en Málaga.

Mi amigo Mark Inch, más ingles que Wodehouse, Dickens y Turner juntos, estuvo presente, años atrás. «Me habían hablado del Cristo de Mena y la Legión. Y me uní a la muchedumbre. No soy español, pero al final, cuando se oye el Novio de la Muerte, me emocioné como todos los que me rodeaban». Algo tendrá. Pero Sánchez no nos desea lo mejor a los católicos españoles por Semana Santa como a los musulmanes en el Ramadán porque ello supondría una humillación para su soberbia. La suya o la de su mujer, Begoña Gómez, que santa justicia tenga.

No es posible que el tiempo vuelva hacia atrás. Pero aquellas Semanas Santas de mi infancia eran mejores que las de hoy.

Eso que tanto intrigaba al místico y profundo teólogo el padre Ramón Ceñal. «Eso, el Misterio, el Misterio».