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Enrique García-Máiquez

Entrelíneas y al margen

La Francia laica y republicana se sabe hija legítima y pródiga del cristianismo y, por tanto, con autoridad digamos que genética para exigirle la misma evolución que tan orgullosamente ha hecho ella

Entre las noticias que los días de vacaciones han opacado, destaca la denuncia nada menos que del Gobierno francés, a través de su ministra de igualdad Aurore Bergé, contra el sacerdote católico Matthieu Raffray. ¿Por qué lo persiguen? Porque ha recordado la consabida doctrina cristiana y precristiana que recoge el Antiguo, el Nuevo Testamento, la Tradición, el Magisterio y el Catecismo de la Iglesia Católica (1992) sobre la homosexualidad. Esto es, que los actos homosexuales son pecado.

La primera paradoja es que lo haga una ministra de Igualdad. ¿Se denuncia por lo mismo –pero más– a los predicadores musulmanes que no parten peras, no ya con los actos homosexuales, sino con las personas homosexuales? Esta flagrante diferencia de trato entre unas creencias y otras choca mucho. Si nos proponemos entenderla, la única explicación racional se encuentra entrelíneas y resulta muy ilustrativa.

La Francia laica y republicana se sabe –consciente o inconscientemente– hija legítima y pródiga del cristianismo y, por tanto, con autoridad digamos que genética para exigirle la misma evolución que tan orgullosamente [sic] ha hecho ella. En cambio, al islamismo se le tolera como un cuerpo extraño. ¿No estamos en un tris de aplicarle, como en la Edad Media, otro ordenamiento jurídico? Esta diferencia de trato en el seno del Estado Laico por Antonomasia tiene, en consecuencia, bastante de vergonzante etnocentrismo contemporáneo. Implica reconocer por la vía de los hechos y las denuncias que el «Progreso» tiene raíces cristianas y que, por tanto, puede y debe exigirse a los cristianos hasta las últimas consecuencias. A los musulmanes, no, porque no va con ellos.

Un freudiano aún diría más. Vería claro que se trata de matar al padre; y realmente hay margen para sostener esta lectura parricida de tantos acontecimientos y resabios de la actualidad de Occidente. Contra el cristianismo van desde la imposición de un prudente silencio espeso en las jerarquías y los púlpitos hasta la expulsión de la vida pública de los que osen, pasando por la promoción incansable de todo lo contrario. Esa abolición, sin embargo, nos dejaría huérfanos de un mecanismo que está en el origen de los Estados modernos. Me refiero la separación entre la fe y el Derecho, entre la religión y la política, entre la Iglesia y el Estado, que se condensan en el inagotable dictum de dar al César lo que es del César y a Dios todo lo suyo.

Volvamos al caso que nos ocupa (que nos ocupa al Gobierno francés y a sus fiscales de guardia por activa, y a nosotros por pasiva). Obsérvese que el abbé Matthieu Raffray no ha afirmado que las relaciones homosexuales sean delito. No ha exigido que sean perseguidas por la policía y, mucho menos, que se cuelgue a nadie de una grúa. Sencillamente ha recordado un juicio moral de su fe que no tiene por qué afectar en nada a quien no tenga esa fe. Raffray se sitúa, por tanto, en un justo medio entre el musulmán que pretende que el Corán haga las veces de Constitución y de Código Civil y Penal y el progresista que aspira a que su ley positiva rija las conciencias de todos los ciudadanos de Francia, laicos y cristianos. (De los otros, no.)

La postura que implica distinguir ambos ámbitos genera –aquí no vengo a engañar a nadie– tensiones, pero que enriquecen a todos y, desde luego, avivan el debate y, sin duda, sostienen la libertad de unos y de otros. Esa libertad nos la estamos jugando.