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LiberalidadesJuan Carlos Girauta

En política no cabe el pesimismo

El peor enemigo de los que defendemos la continuidad de España y la recuperación del imperio de la ley, hoy gravemente herido por el sanchismo, es el fatalismo

El futuro de España no está escrito, no somos los sujetos pacientes de nada ni de nadie. El peor enemigo de los que defendemos la continuidad de España y la recuperación del imperio de la ley, hoy gravemente herido por el sanchismo, es el fatalismo. La ironía es saludable, pero el sarcasmo sobre nuestros propios atributos es solo amargura impotente. La del que siempre lastra cualquier proyecto. Antes del Gran Desastre ya había asomado el pensador que ve elegante solo el derrotismo. La estética pierde a menudo al intelectual. Como si no existieran maestros de la estética, y estetas ellos mismos, con obras de alta política exentas de oscuridades. Me viene a la cabeza Roger Scruton. El pesimismo español después del 98 combina dos fatalismos: el del poseur, típicamente europeo, que veta la esperanza para no parecer ingenuo, y el autóctono, que circunscribe su negatividad a los rasgos y al potencial de España. Está en aquel Azaña que quería librarnos de la Iglesia y de la Monarquía para salir de una supuesta condena heredo-histórica (como si no fueran la Cruz y la Corona las que nos explican como nación). Está en la equívoca europeización de España propugnada por Ortega (como si Europa fuera comprensible sin España).

Está en Machado, Antonio, poeta irrepetible al que la izquierda conoce básicamente por Serrat. ¡Con el bien que les haría leer el Juan de Mairena! La prueba de que pocos son conscientes de lo que dicen es el uso y abuso de su Saeta durante la Semana Santa. Fervorosos católicos le comunican al Cristo crucificado que Él no es su cantar, que ni quieren ni pueden cantarle a Él sino al de los milagros. Sobrecoge el poema, sobrecoge la forma en que Serrat lo musicó, sobrecoge la tensa contradicción entre los arreglos de marcha procesional y el descreimiento de quien se distancia de la fe de sus mayores. En innumerables demostraciones y cantos de dolor por la Pasión, en la actual cultura popular en torno al Redentor –cuya clave es su padecimiento y muerte para salvarnos–, se repite el poema de rechazo al «Jesús del madero». Este hecho es un verdadero enigma que solo se explica por lo dicho: pocos piensan en el significado de las palabras que pronuncian.

Volviendo al fatalismo: el grueso de la intelectualidad española del último siglo y medio ha acabado contagiando al hombre-masa cuando se quiere hacer el interesante (o cuando esparce su depresión y frustraciones por las redes). Pues bien: ello es incompatible con la política, o al menos con la política constructiva, la única que merece la pena, la que persigue y logra el bien común. ¡Siempre se ocupará alguien de la cosa pública! Pero con tanto autodesprecio solo se consigue que gobiernen los amigos de la destrucción. Una «empresa de demoliciones» llamaba Azaña a su proyecto político. Y vaya si lo fue. La política excluye la visión sombría, y los intelectuales temerarios acaban arrepentidos: «¡No es esto, no es esto!».