Elogio de la libertad estoica
Toda delegación –en el brujo de la tribu o en el cabeza de lista electoral, da lo mismo– es servidumbre complacida
Vivir en un presente sin mañana: a eso llaman los estoicos una vida de hombre. Libre. Esto es, una vida que no ceda ni un átomo de su tiempo presente a la esperanza o al miedo de los tiempos futuros. Que rechace sacrificar su ahora –al cabo, lo único que tiene– en el altar de glorias o de culpas por venir o bien ya idas.
Marco Aurelio: «Quien ha visto el presente, todo lo ha visto». Quien se refugia en la rectificación de lo que fue, quien se exalta en las promesas de lo que será, es sólo el esclavo de la entidad mágica –personal u otra– en cuya potestad deposita esa renuncia como prenda de recompensa venidera. Ni un niño que no fuera imbécil actuaría así. Así actúan –actuamos– los hombres adultos, en sociedades que a sí mismas se dicen ilustradas y que no son más que chamanismos un tanto mugrientos. Toda delegación –en el brujo de la tribu o en el cabeza de lista electoral, da lo mismo– es servidumbre complacida. Y no conduce más que a un horizonte: el suicidio del sujeto moral que prefiere borrarse del presente para que otro hable y actúe suplantando su futuro.
Mejor perderse de vista cuando esas gentes vuelven, pidiéndonos un voto que –están en su derecho– va darles el sueldo fácil que no sabrían ellos ganar de otra manera. Perder de vista ese horizonte no está tan mal como nos dicen. Nada mal, a poco que uno le incomode ser pulcramente lobotomizado. «Hay otros mundos», ironizaban los surrealistas, «aunque están todos en éste». Transitarlos, si no todos –no es tan larga una vida– al menos unos cuantos, parece menos tedioso que seguir perpetuando a los despreciables señores a los cuales rendimos culto de fe mundana y declaración de hacienda. Perpetuando este juego circular de rituales vacíos que no son más que rutinas autolesivas: las que van matándonos para que otros vivan bien a costa nuestra.
El estoico llama a hacer de cada día el cierre de una vida que pasó y que ya no existe, que hemos dejado atrás igual que arrumba una serpiente el polvoriento despojo de su piel mutada: escoria sólo. Marco Aurelio: «La perfección moral consiste en esto: en pasar cada día como si fuera el último, sin convulsiones, sin entorpecimientos, sin hipocresías». Y, en cada día del sabio –o del hombre libre, es lo mismo–, el más minúsculo deseo reviste la grandeza de, por ser el último, cobrar textura de absoluto; y el hallazgo más humilde abre el horizonte infinito de saberse sin mañana y sin ayer algunos.
La libertad es ese tomar consciencia del presente que cifró la potencia moral de los estoicos. En el axioma fundacional del esclavo Epicteto, sustine et abstine, «resiste y abstente», como en el sosiego señorial de un emperador –Marco Aurelio– que cristaliza el irrebasable ahora: «Si un Dios te hubiese dicho: ‘mañana morirás o, en todo caso, pasado mañana’, no habrías puesto mayor empeño en morir pasado mañana que mañana, a menos que fueras extremadamente vil. Porque, ¿cuál es la diferencia? De igual modo, no consideres de gran importancia morir al cabo de muchos años en vez de mañana».
«Mañana» es el palacio de espejos del político. El palacio de las mentiras transparentes. «Mañana os será dado todo, si hoy me hacéis omnipotente», promete a quienes se avienen a creerlo. «Mañana os pertenece», hoy es mío. Trueque maravilloso de lo que es por lo que no será nunca: mañana, por definición, queda cada día para mañana. Marco Aurelio, de nuevo: «Ni el pasado ni el futuro se podría perder, porque lo que no se tiene, ¿cómo nos lo podría arrebatar nadie?»
Y eso, eso al menos, lo sabe bien el gobernante desde su estrado: puede prometer todo lo que vendrá. Pero el presente es suyo. Sólo. Y es de ese presente de lo que cada votante le hace don en la ranura de las urnas. Y en ese don, consuma el ciudadano la pérdida de su ciudadanía: se trueca en voluntario siervo resignado. Y ni siquiera sospecha que es todo una burla abyecta, ya que «sólo del presente se nos puede privar, pues que eso sólo poseemos, y lo que uno no posee, no puede perderlo».
El hoy nos abandona, cada vez que damos fe a un «representante». ¿Hay vida después de eso? Es dudoso: «recuerda que nadie pierde otra vida que la que vive, ni vive otra vida que la que pierde». Milagrosa presencia de Marco Aurelio.
En resumen: dejad que los políticos voten a los políticos. Y que entre sí se entierren.