Un autócrata se compra un bufón
El líder supremo nos obliga a pagarle un cómico para que haga luz de gas a otro que cometió la imperdonable osadía de aplicarle algún pellizquito crítico
A los artistas y literatos siempre les han interesado los bufones, porque son el reverso locuelo que goza de licencia para colocar al poder frente a sus contradicciones y ridículos. Los más populares tal vez sean los de la corte de los Austrias que retrató Velázquez; el trágico Rigoletto, de Verdi; y el cómico –o tragicómico– Sir John Falstaff de Shakespeare (de quien también se ocupó en una ópera el compositor milanés).
Se dice, con razón, que Shakespeare es único porque fue capaz de crear personajes que tras salir de su pluma cobraron vida y comenzaron a caminar solos. Falstaff es uno de ellos. Obtuvo tanto éxito que la propia Isabel I ordenó al Bardo que lo desempolvase para poder verlo en una última aventura, Las alegres esposas de Windsor. Allí asistimos a la plácida muerte del viejo tunante, que se va entre sábanas, con flores perfumadas enredadas en sus dedos y divagando sobre campos verdes.
Falstaff se convierte en el mentor del Príncipe Hal en sus correrías juveniles por los barrios calavera del East End londinense. Bajo la sombra cómica del pícaro, el futuro rey se disipa en tabernas y lupanares. Pero en realidad el príncipe está haciendo un uso utilitario de Falstaff. Se entrega al desenfreno como una táctica para que cuando llegue su ascenso al trono se valore más su retorno a la autoridad y el orden. Cuando Hal se corona como Enrique V reniega de su antiguo compinche y lo desprecia en público, «rompiéndole el corazón».
A priori, Falstaff no debería gustarnos, pues no deja de ser un orondo compendio de vicios. Es borrachín, sablista, trolero…Un follón garantizado. Y además, un cobarde militante: «¿Qué es el honor? Una palabra. ¿Y qué honra esa palabra? El aire», razona Sir John a las puertas de una decisiva batalla, en la que muy acongojado se hará el muerto… para resucitar presto cuando ve que el Príncipe Hal ha matado al líder de los sublevados, momento en que Falstaff resucita raudo para emprenderla a espadazos contra el cadáver de un enemigo que ya nada puede hacerle.
Si Falstaff es tal calamidad, ¿por qué nos conquista? Pues porque es un manantial de alegría que no cesa y un oasis de libertad, todo con una comicidad descacharrante, irresistible. A Chesterton, que hacía gala de algún rasgo a lo Falstaff, el viejo bufón le hacía añorar, sin conocerla, la «Merry England» medieval y renacentista, «llena de farsa y misterio».
Pero hay algo más: «Falstaff satiriza a los que viven del halago», como apuntó el agudo Samuel Johnson. Incluso sin saberlo, con sus andanzas libérrimas operaba como una suerte de flagelo de trepas y pelotilleros.
En la España de hoy hay bufones que encarnan precisamente el planteamiento contrario. En lugar de ser espíritus libres que critican al poderoso, que acepta sus chistes mordaces como un gesto de humildad y de tolerancia, lo que tenemos ahora son payasos cortesanos al servicio del líder supremo.
Nuestro particular autócrata se ha comprado un bufón con el dinero de nuestros impuestos. Para más señas, un humorista de una seudocomicidad chabacana y poco inteligente, de baja audiencia en la plataforma donde actúa. Y lo ficha a doblón con el objeto expreso de hacerle la competencia con el dinero de todos a Pablo Motos, pues ha cometido el pecado imperdonable de deslizar en su exitoso programa de entretenimiento algún pellizquito crítico con el autócrata.
¡Un presidente ordenando que se paguen 28 millones de dinero público en dos temporadas a un bufón para que se ponga a su servicio y le haga la competencia desde TVE a otro de una cadena privada que es un poquito crítico! Insólito. Bananero.
Nos están robando la democracia ante nuestros ojos. O como explicó Shakespeare en Otelo: «El rostro verdadero del canalla no se ve hasta que lo usa».