Sánchez, Palestina no es Palencia
La frivolidad internacional de este experto en cortinas de humo coloca a España más cerca de Irán que de Israel
A Sánchez le ha importado tanto Gaza durante sus cinco años de Gobierno, que parecen una eternidad, que pensaba que los palestinos eran los oriundos de Palencia, hasta que alguno de los genios de su entorno le descubrió la posibilidad de utilizar el problema para levantar su enésima cortina de humo.
La elección era sencilla: o se quedaba en España intentando explicar a duras penas sus múltiples vergüenzas, resumidas en una triple losa de corrupción, traición y mentiras; o se aferraba a un conflicto internacional con la misma negligencia y similar estímulo a su apuesta guerracivilista en casa.
A Sánchez le importa Gaza lo mismo que el Sáhara, otro pueblo «oprimido» y mucho más cercano geográfica y sentimentalmente a España que no ha tenido reparo alguno en abandonar: lo utilizó como moneda de cambio con Mohamed VI, aunque no sabemos en qué consiste exactamente el beneficio para España de esa concesión.
Quizá los secretos de su teléfono móvil estén a buen recaudo en Rabat, porque lo cierto es que a España no le ha caído nada bueno a cambio de renunciar a su ascendencia en la antigua provincia española.
Marruecos no renuncia ni a Ceuta ni a Melilla, desafía a Canarias, no ha reabierto las fronteras comerciales ni reanudado la concesión de visados y tampoco se aprecian signos de contención de la inmigración irregular y el narcotráfico, con la invasión de las islas y el asesinato de guardias civiles en Barbate como preocupantes pruebas de ello.
El humanitarismo de Sánchez es, como todo en él, a tiempo parcial, selectivo, improvisado y artero, derivado de intereses coyunturales y domésticos y no de unos principios estructurales sólidos y confiables: su reiterada manipulación de la memoria histórica, que irrumpe con estrépito cada cierto tiempo con Franco de protagonista y se envuelve en las penumbras de la amnesia con ETA, es la deleznable prueba de ello.
Y eso pasa con Palestina, que es la némesis de Israel: si el Estado judío es la embajada de Occidente en el infierno; Gaza y Cisjordania son la excusa torturada del fundamentalismo para imponer el califato en el mundo, con un desprecio incurable hacia la «inmoralidad» de Europa y los Estados Unidos y el deseo de Irán de imponerse a la más razonable Arabia Saudí como potencia hegemónica de la interpretación más agresiva del Islam.
No estar con Israel, sin dejar de ayudarle a buscar la manera de hacer compatible su defensa (que es la nuestra) con el mantenimiento de los valores que nos distinguen de los bárbaros, equivale a legitimar de algún modo la perversa naturaleza de un conflicto sistémico que no se explica por la falta de reconocimiento de Palestina, sino por la negativa integrista a hacer lo propio con Israel.
Ése es el contexto en el que nuestro Sánchez, encomendándose a sí mismo y al margen del impulso de los organismos internacionales, se ha echado a la espalda una misión que no es suya y no puede comenzar nunca desde la criminalización de Israel: primero se ganó la felicitación de Hamás por insultar a Netanyahu el día de intercambio de rehenes secuestrados tras la matanza terrorista de octubre.
Y después se ha ido de gira europea para presentar como un gran avance, logrado por supuesto por él, el añejo mensaje de casi todos los países sobre su disposición a reconocer a Palestina… si a la vez se asume la existencia de Israel, «un chalet en la jungla», según la inmejorable metáfora de Shlomo Ben Ami, el gran diplomático judío.
Y eso ha coincidido con el bárbaro ataque de Irán a Israel, poco tiempo después del recrudecimiento de la ofensiva de Hizbulá desde el Líbano y de la confirmación de que Teherán es la mano que mueve los hilos de todas las marionetas.
Así que España, gracias a Sánchez, se ha colocado en el bando de los clérigos ultras de la antigua Persia, y de algún modo de Rusia y de China, quizá no tanto por convicción cuanto por precipitación, en los prolegómenos de lo que puede ser una guerra total en Oriente que afectaría al mundo entero. Pero así al menos hablamos un poco menos de Puigdemont, de Otegi, de Koldo y de Begoña. ¿Verdad, presidente?