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Enrique García-Máiquez

Ningún margen

Detrás de tanta normativa milimétrica se agazapa una desconfianza descomunal en la gestión privada, que actúa como un implícito reproche moral

Tienden a echarse a pelear los partidarios de culpar a una causa del declive demográfico contra los partidarios de culpar a otra: si el desfallecimiento moral o si la precaria situación económica de los jóvenes. Pero la crisis es tan grande que acoge un montón de motivos, por desgracia. Son ambas causas y más. Yo sumo también la falta de valoración social de la paternidad, objeto de irrisión en los medios, desautorizada sin solución de continuidad. ¿Quién va a remar a contracorriente de los valores postmodernos y a ajustarse el cinturón en tiempos de penurias para que, encima, se rían de él y no le hagan caso ni en su casa?

Algo similar pasa con los empresarios. Hay un desfondamiento de su autoridad que parece intencional y sistemático. Cuando los empresarios piden que sea el Estado el que se encargue de recaudar los impuestos de los trabajadores, pretenden dos cosas legítimas. Primero, no pasar como agentes –«publicanos», diríamos en lenguaje evangélico– de Hacienda ante sus propios empleados. Segundo, que los trabajadores sean conscientes de cuánto les paga el empresario en realidad. En ambos casos, estamos ante la súplica utópica y desesperada de mantener el buen nombre del empresario ante su propia gente.

También produce una distorsión en las relaciones laborales el hecho de que el Estado dificulte el despido. Queda la sensación de que no es el buen trabajo de cada cual ni la satisfacción del empresario lo que garantiza la estabilidad laboral. No digo, entiéndaseme, que no sea necesaria una protección jurídica de los trabajadores. Apunto, solamente, que esa normativa tan estricta expulsa y relativiza el trabajo en sí y la satisfacción mutua del trabajador y del empresario.

Puede decirse lo mismo de una reglamentación exhaustiva de la organización de la empresa, de los horarios, de los sueldos, de las condiciones, etc. Aleja el poder efectivo de decisión del empresario y, por tanto, limita sus posibilidades de liderazgo. Deshumaniza la dirección del negocio o de la fábrica, que depende cada vez más de la aplicación mecánica de normas externas y, por tanto, ciegas al caso concreto, hechas en despachos políticos e indiferentes a las peculiaridades de cada sector.

Detrás de tanta normativa milimétrica se agazapa una desconfianza descomunal en la gestión privada, que actúa como un implícito reproche moral. No rige el principio de subsidiaridad, en absoluto, sino una creciente tendencia intervencionista de arriba abajo.

No sé cuál sería la medida precisa de libertad. Sólo que, tal y como estamos ahora, se socava el prestigio del empresario ante sus trabajadores y se vacía de contenido su importante autonomía. Apenas le queda margen para mostrarse generoso con sus trabajadores, porque las normativas le exigen todo lo que puede darles (a ellos y a las arcas públicas) y, a menudo, un poco más. De modo, que se le condena a la legítima defensa de velar agónicamente por sus intereses y/o a buscar como gato panza arriba maneras alternativas de hacer las cosas, que suelen generar arañazos y maullidos.

No hace falta que me recuerden (por enésima vez) que hay empresas que sí ganan mucho dinero y otras o las mismas que no se portan bien con sus trabajadores. Pero sí conviene recordar la dificultad del empresario ordinario, presionado por requeterequisitos burocráticos, fiscales y laborales, y al que no dejan holgura para la magnanimidad y la mejora de las condiciones de sus trabajadores motu proprio. Esto es una pérdida más profunda de lo que parece a simple vista y con más consecuencias de las imaginadas. Entre ellas, limita las vocaciones al emprendimiento, sin duda.