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Perro come perroAntonio R. Naranjo

Ladrones

España ya es un país confiscatorio que empobrece a la sociedad para construir un Estado poderoso y clientelar

Actualizada 01:30

Andan los ladrones disfrazados de sheriff diciendo que en España se pagan pocos impuestos, y publican grafiquitos, cuadritos, curvitas y así para demostrar que estamos muy lejos de Europa, lo que en parte es cierto: cada vez somos más África, tierra de caciques tribales como Sánchez o Mohamed VI.

Alegan que la presión fiscal es un punto, medio, dos o seis, según les venga bien, inferior a la media europea, como si jugáramos en todo en la misma liga, y se quedan tan panchos.

El concepto de presión fiscal atiende a lo que supone la recaudación de impuestos en el PIB, y no a lo que paga de impuestos cada contribuyente: si hay pocos cotizantes, algo obvio en un país con el doble de paro y de economía sumergida que Europa, el impacto de sus tributos será inferior, pero el abono individual inmensamente superior.

Eso es el esfuerzo fiscal: lo que cada uno paga, con independencia de hasta dónde llega la suma total. Los tontos de la clase desconocen esta evidencia, y los gobernantes la esconden, sin que en esto haya muchas diferencias entre derechas e izquierdas: Montoro era como Montero, dos atracadores de guante escasamente blanco que, en nombre del estado de bienestar y otras paparruchas, consideran legítimo despeluchar al personal para sostener los chiringuitos, no muy distintos, del bienestar del Estado.

Lo cierto es que un español paga más que un alemán con la mitad de su salario, y que si sigue gobernando mucho tiempo más la izquierda populista de Sánchez y Díaz llegaremos a la expropiación. Solo dos países en el mundo han subido más los impuestos que este Gobierno, una termita de las clases medias que sostienen a las humildes ya por poco tiempo, pues se están integrando en ellas.

Porque hay demasiado que mantener y demasiados pocos que pagan: para empezar su industria política, que jamás padece los estragos que provoca al resto; y para continuar el sistema clientelar, que consolidan con el dinero ajeno, consistente en generar tontos y dependientes, sus mejores activos electorales.

A todo esto se le añade un espeluznante fenómeno: cuantos más impuestos se pagan, peor es el servicio recibido, con escalofriantes listas de espera, organismos que no dan cita presencial ni atienden por teléfono ni funcionan a través de internet y legiones de administraciones con rimbombantes fines y nobles causas que, en la práctica, agotan sus presupuestos públicos en crear trabajos artificiales para los compañeros del metal.

El diezmo feudal era, al lado del sistema fiscal español, un oasis liberal, y no hemos llegado al tope: aún quedan por verse fenómenos tan hirientes como las nuevas subidas fiscales para paliar el final de los Fondos Europeos, la recuperación de la regla de gasto de Bruselas y la creación de un tercer paraíso fiscal en Cataluña, tras los del País Vasco y Navarra.

España sufre un montón de graves crisis yuxtapuestas: de valores, de identidad, de cohesión, de educación y económica. Y todas ellas confluyen en una que las resume y enlaza a todas: la transformación del Estado en una voraz trituradora de progreso, en un imparable empobrecedor de sociedades y en un secuestrador de voluntades a cambio de una triste ayuda para sobrevivir.

Todas las demás crisis pueden solventarse de un modo u otro, aunque la desesperanza esté justificada, pero ésta no parece sencilla: quienes deben hacer las reformas para lograrlo serían los primeros damnificados. Y no se conoce caso de inmolación colectiva para lograr el bien común. Será más fácil, como en el pasaje del niño y San Agustín, sacar toda el agua del mar con un cubito de playa.

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