Sánchez no es un farsante
No, para un misil iraní dotado con cabezas nucleares, Madrid no es un blanco más difícil que Tel Aviv
Hablemos en serio. Fuera del ruido de simpáticas redes lobotómicas; fuera del torrente afectivo de los suicidas sentimentalismos.
Pedro Sánchez no es un farsante. No sólo.
No es tan sólo un plagiario de tesis doctoral y un falso firmante de libros. Ni siquiera, tan sólo el narcisista cuyo disfrute supremo se cifre en revolotear en Phantom o Súper Puma, exhibiendo viril rostro, bien perfilado por las Ray-ban de Top Gun. No es, ni siquiera, únicamente el esposo de la benévola asesora cuyos asesorados se han ido embolsando millones de dinero público en tiempos de desolación pandémica. No es el íntimo jefe de un Ábalos, jefe del Koldo jefe de las mascarillas prodigiosas, financieramente prodigiosas. Ni siquiera es sólo el responsable final de que una delincuente venezolana, con prohibición explícita de pisar la UE, aterrizase en Barajas para desembarcar oscuras maletas de las que nadie supo nunca el contenido. Ni es tampoco nada más que el incauto gobernante, de cuyo teléfono móvil un servicio secreto muy cercano extrajo la información suficiente para que, en cuarenta y ocho horas, la política española en el norte de África diera un vuelco de ciento ochenta grados. No, no se limita a ser el sujeto arbitrario que lleva ya seis años gobernando a golpe de ese mecanismo de excepción llamado «decreto ley», que deja a una democracia parlamentaria en su grado más escuálido y que sólo en situaciones tasadísimamente extremas es legítimo utilizar. No. Es todo eso. Desde luego. Y todo eso es infame. Pero no es lo más grave.
Empecemos a hablar en serio. Pedro Sánchez es el hombre que dinamitó el código penal español; el que retroactivamente borró los delitos de robo y golpe de Estado cometidos, juzgados y condenados en Cataluña. Es también el violador explícito de la norma constitucional que no dejaba lugar alguno a la amnistía en nuestro horizonte jurídico. Será, muy pronto, el legislador que, promoviendo un referéndum de independencia en esa misma región –primero bajo forma consultiva, decisoria más tarde–, generará el mayor seísmo de la historia moderna de España… Es todo eso. ¿Tiene motivos? Sí. Uno. Fácil de entender: no existe otra manera de mantenerse en la Presidencia con su ridículo número de escaños. En la Presidencia del Gobierno: esto es, en el Palacio de la Moncloa; esto es, en el Falcon y el Súper Puma; esto es, en la plataforma de las influencias conyugales; esto es, en la cháchara inepta de un maniquí de grandes almacenes que se toma a sí mismo por un genio. Tiene su lógica.
Pero, más en serio aún, y con costes más graves, empecemos a hablar de relaciones internacionales. En un mundo que pasa por los mayores riesgos bélicos desde el fin de la segunda guerra mundial. Ahí se acaban las bromas. Y los juegos narcisistas.
El mismo día en el que Irán exhibía su capacidad para hacer llegar sus drones y misiles –de momento, sin ojivas nucleares– hasta Israel –esto es, hasta cualquier punto de Europa–, el presidente español, Pedro Sánchez, andaba de gira promoviendo la solución iraní para la guerra que los iraníes hicieron estallar en Gaza. Puede que eso nos parezca a nosotros una insensatez más del más insensato de los políticos españoles del último medio siglo. Y que hasta nos dé risa. Pero, en un mundo literalmente al borde del abismo, esos juegos sobre barril de dinamita no se perdonan.
España ha insultado gravísimamente al único aliado democrático en el Cercano Oriente. Que es, guste o no, Israel. Ha sobado el lomo de una teocracia, la iraní, que, si no posee ya armas atómicas, está a punto de producirlas. Y no, para un misil iraní dotado con cabezas nucleares, Madrid no es un blanco más difícil que Tel Aviv. Ni lo son Roma o Atenas. Tampoco, el Palacio de la Moncloa.
Tratemos de mirar la realidad en serio. Sánchez no es sólo un farsante.