El Real Madrid
Todos los españoles de bien son del Real Madrid, incluso aunque no lo sepan
El Real Madrid solo ofende a quienes se ofenden con la propia idea de España, de quien es depositaria, al menos en una de sus versiones más decentes. La que reconoce el valor de la familia, del esfuerzo, de la hermandad, del sudor sobre el llanto, de la tradición ante la moda, del mérito, de la capacidad y de los colores.
No es la única versión, y no es solo del Madrid, pero sí es la mejor, y lo saben especialmente quienes la detestan, porque es un antídoto contra sus delirios y una barrera frente a sus excesos.
No fastidia el equipo blanco por centralista ni por madrileño, sino por español costumbrista, esa rara avis masiva y educada que, sin embargo, parece residual o incluso ficticia por el fragor ruidoso de las minorías más sectarias: las que consideran agresivo ser español, blanco, heterosexual y católico, una identidad que se completa con otros muchos perfiles y aristas pero es, digamos, tan pacífica e involuntaria como hostil a ojos de los energúmenos, convencidos de su condición de víctima de ataques inexistentes de agresores falsos.
El Real Madrid es orden y disciplina, para empezar, y luego talento, que es eso que solo se puede desarrollar cuando te pilla trabajando: once tíos, algunos cojos y otros viejos, luchando en terreno enemigo contra una colección de petrodólares cohesionados por un tipo, Guardiola, que considera a España más represora que a Catar y encabezó en su momento los vídeos plañideros de Tsunami Democrátic, la cosa ésa de cuatro pijos de Barcelona convencidos de que eran Gandhi luchando contra la ocupación inglesa.
De no ser porque el fútbol incorpora otras variables ajenas al raciocinio, todas ellas válidas y emocionantes, todo español de bien sería del Real Madrid y luego o a la vez del equipo de su pueblo y de sus ancestros.
Porque en tiempos de relativismo atroz, de intervencionismo estatal, de persecución de la disidencia, de borrado de la memoria y de reconstrucción impostada de un «yo» y de un «nosotros» adaptado al mamarracho canon ideológico de un poder ramplón, pero con aspiraciones omnímodas, el madridismo es una suerte de resistencia al vacío en el que caben todos, sean del Atleti, de la Cultural o del Cádiz.
Son ustedes, españoles molientes como servidor, del Madrid, aunque no lo sepan o se resistan, impulsados por ese maravilloso temblor interior que solo provoca el equipo de tus entrañas.
Don Santiago Bernabéu hacía más enseñando a comportarse a Gento, o a Di Stéfano, que seis o siete leyes educativas aprobadas desde 1978, con el resultado consabido: España ha aportado su porción, no desdeñable, a la primera reducción de cociente intelectual de la humanidad desde que se calculan los registros.
Y esa alma, que es obrera y burguesa a la vez, de palco y de gallinero, de entrada barata y de zona reservada, ha sobrevivido al estúpido desafío de la modernidad convirtiéndose en algo rabiosamente vanguardista y añejo: no dar nada por perdido hasta el último segundo, creer en uno mismo, entender que la unión hace la fuerza y luchar por ese algo inmaterial que paradójicamente identifica como nada a los seres de carne y hueso.
Hay que ser del Madrid porque, amigos, somos ya del Madrid al nacer, salvo que te importen un pimiento la vida, España, los amigos, los seres queridos y ese ingrediente mágico de la condición humana que nos distingue de los animales y podemos llamar amor.
Un abrazo, Pep, ya sabe usted y sus amigos Sánchez, Puigdemont y compañía que, a menudo, se confunden precio con valor. Dos eliminaciones más y quizá aprendan todos la lección. Hala Madrid y viva España.