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Cosas que pasanAlfonso Ussía

Misa de diez

Los vascos cantan muy bien. No obstante, aquella celebración dominical tenía sus riesgos. El padre Rementería no se dejaba engañar

En la parroquia del Antiguo de San Sebastián, la Misa cantada de los domingos se celebraba a las 10, con el padre Rementería de oficiante. No perdía comba. Cantaba el Coro de Santa Cecilia, pero acompañado de todos los fieles. Los vascos cantan muy bien. No obstante, aquella celebración dominical tenía sus riesgos. El padre Rementería no se dejaba engañar. Detenía el rito y señalaba: «Aquella señora vestida de rosa acompañada de un niño con niqui blanco y pantalón azul, han llegado tarde. La Misa no les vale». No soportaba las blasfemias. «¿Por qué hasher neshesidades en Dios y Santísima Madre si tenéis la mar y diez para hasher?».

Un domingo de agosto de sol pleno y sin nubes en el horizonte, interrumpió su vibrante homilía: «Estamos en Misa, no en la playa de Ondarreta. Así que ese matrimonio que acaba de entrar con cuatro niños, con cubos, palas, nevera, cocodrilo hinchable, piraucho y balones, a la playa inmediatamente. Así no se viene a Misa». Y la familia playera abandonaba la iglesia a toda pastilla con gestos cariacontecidos.

El padre Rementería cantaba muy bien. Era barítono, pero si la música le demandaba el esfuerzo del tenor, también era tenor. Y cuando decía «a cantar todos», todos le obedecíamos. Se entonaba el «Gure Aitá», el Padrenuestro en vascuence, con una melodía bellísima. El padre Rementería ordenó detener al organista su ejecución. «A ver si somos serios. Ese señor, apoyado en la tercera columna, calvo, con camisa verde y pantalones blancos, mueve la boca pero no está cantando». Y se reiniciaba el «Gure Aitá» con el señor calvo con camisa verde y pantalones blancos cantando con un ardor y temor de imposible superación.

Barca

«A donostiarras y veraneantes quiero advertir, porque es mi deber advertir, que en cada asqueroso biquini que lleváis a la playa, cuanto más pequeño sea el biquini, más grande es la presenshia del Demonio. ¿Y todo eso para qué? ¿Para tostar el ombligo? Además de una indesenshia, una majadería, Y pecado grave».

Un domingo fue sustituido por un curilla sin personalidad. Decenas de fieles, terminada la ceremonia, se acercaron a la Sacristía a preguntar el motivo de la ausencia del padre Rementería. «Está algo pachucho», informó el sacerdote de la Misa siguiente, la de las 12 del mediodía. Un nuevo domingo, y el padre Rementería sin aparecer. Seguía pachucho. El martes por la tarde, una muchedumbre salía de la iglesia acompañando el ataúd que llevaba los restos mortales del padre Rementería hacia el cementerio de Polloe. Entre los que lloraban su pérdida, centenares de sus fieles regañados, chorreados y expulsados de la Iglesia por el imperio de su voz. En su Misa funeral no cabía un alma. El padre Rementería pasó por la vida, cuando no se enfadaba, haciendo el bien. Recordaba, en la distancia, al don Camilo de Guareschi. Como la espiga. Firme en el suelo, flexible al viento, duro en la trilla y haciendo pan. En la trilla, durísimo, pero sus salidas no aterrorizaban. Él mismo se reía con ellas. «Si Dios me mantiene quiere deshir que le hago gracia. Es mi carácter». Quienes lo conocieron de joven afirmaban que era un manista de frontón extraordinario, con aquellas manazas fuertes y gigantescas.

Lo malo para él, lo aburrido, es que Dios no le permite expulsar del Cielo a los que suben con palas, neveras, trajes de baño y cocodrilos hinchables.

El Cielo se lo pierde.