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Desde la almenaAna Samboal

El verdugo, bajo la guillotina

En la España de hoy, una investigación se ha convertido, automáticamente, en una sentencia condenatoria. El gesto de Sánchez en el Congreso, demacrado, disgustado a la par que enfadado, todo un poema, muestra que es consciente del alcance político que tiene la decisión judicial

En los tiempos de la investigación contra Iñaki Urdangarin y el caso Noos, espoleada por la misma Manos Limpias que hoy dispara contra Begoña Gómez, era una tal Irene Montero la que exigía en Twitter la guillotina para los Borbones. Pablo Iglesias, cabalgando la lógica indignación de una opinión pública asfixiada por la crisis económica, llamaba a rodear el Congreso. Hasta que él se convirtió en vicepresidente y ella en ministra y los jueces decidieron hurgar en los cobros de sus trabajitos en Venezuela y las cuentas de su partido. Entonces, la Justicia ya no era justa y comenzaron a usar una expresión muy en boga en los círculos de la izquierda populista de Sudamérica: lawfare.

Las acusaciones de corrupción quemaban entonces a un Partido Popular que administraba bajo el mandato de los prestamistas del Reino la ruinosa gestión que hizo Zapatero de la explosión de la burbuja inmobiliaria. Ciudadanos, una fantástica idea muy mal gestionada, decidió aprovechar su ventana de oportunidad y dio el salto a Madrid exigiendo la inmediata dimisión de todo aquel que resultara imputado. Y le compraron la idea. Gasolina para un fuego que ya venían cocinando los amigos de Monedero y Yolanda Díaz.

Cayeron Rato, José Manuel Soria o los usuarios de las tarjetas black, víctimas del fuego que alimentaron en la televisión los amigos Montoro y De Guindos. Cayeron Rita Barberá y Paco Camps, víctimas de su propio partido y de Mónica Oltra y sus camisetas WANTED. Cayó la propia Oltra, víctima de sus propios modos y maneras. Y, antes que ella, cayó el propio Mariano Rajoy, víctima de una velada acusación de corrupción incluida de tapadillo en una sentencia judicial, servida en bandeja por los amigos de Garzón a Pedro Sánchez para justificar una moción de censura que Albert Rivera no dudó en respaldar. Ahora le ha tocado el turno al hoy presidente del gobierno.

Es posible y hasta probable que la acusación contra Begoña Gómez no prospere en el juzgado. Pero, a pesar del clamor de los corifeos de la Moncloa contra un presunto lawfare, ya nadie le quitará el sambenito de la duda. En la España de hoy, por obra y gracia de la acción en la oposición de Podemos y el PSOE, una investigación de un tribunal o meramente periodística se ha convertido, automáticamente, en una sentencia condenatoria. Quedará para siempre la sospecha de qué amiguetes y aprovechados se arrimaron y agasajaron a la esposa –y ella lo aceptó con gusto– con el fin de recibir favores o dádivas del presidente. Él ha sido el beneficiario del ejercicio de la guillotina que ahora pende amenazante sobre su cuello. Su gesto en el Congreso, demacrado, disgustado a la par que enfadado, todo un poema, muestra que es consciente del alcance político que tiene la decisión judicial.