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Pecados capitalesMayte Alcaraz

Los renglones torcidos de Pedro

Lo de esta dimisión en diferido, insólita en cualquier mente adulta, tiene el objetivo de espolear a los que le necesitan para sobrevivir; quiere que le aclamen, incendiando así la concordia entre los españoles

Cuando alguien quiere dimitir, dimite. Maxime si ostenta una altísima labor. Solo tenemos un precedente en la presidencia del Gobierno, la renuncia hace más de cuarenta años de Adolfo Suárez; todavía resuenan sus palabras aquel día: «Tengo la fuerza moral para pedir que no se recurra a la inútil descalificación global, a la visceralidad o al ataque personal porque creo que se perjudica el funcionamiento de las instituciones democráticas». Otro precedente es el reciente del primer ministro portugués, Antonio Costa, que presentó su renuncia irrevocable cuando un juez decidió ponerle bajo sospecha por la concesión irregular de dos explotaciones de litio. Aunque no se le imputaba ningún delito, el dirigente luso consideró que su obligación era «preservar la dignidad de las instituciones democráticas y si hay alguna sospecha sobre mí, que sea investigada». Finalmente fue exonerado, pero su concepto de la responsabilidad prevaleció sobre el interés personal.

Lo que hicieron Suárez y Costa estuvo movido por principios, por la defensa de unos ideales (equivocados o no, los suyos) y no por una rabieta adolescente a la salida de clase. La amenaza del actual presidente del Gobierno es tan poco responsable que ignora que cualquier estornudo de un dirigente de su nivel puede suponer un cataclismo económico y político, que no calibra el daño reputacional que hace a nuestro país y que, fundamentalmente, está motivada por una psique que es incompatible con la alta misión que asumió tras la moción de censura de 2018. Pedro Sánchez nunca ha sido un presidente del Gobierno de España. Es un político oportunista y coyuntural, con la única meta de mantenerse en el poder a cambio de vender su país a plazos, de ceder solícito a la extorsión de sus socios, de destruir todas las instituciones (la primera, la que él encarna), de mandar a la cuneta a jueces y fiscales no adeptos y, sobre todo, de llevar su manual guerracivilista hasta las últimas consecuencias.

Lo de esta dimisión en diferido, insólita en cualquier mente adulta, tiene el objetivo de espolear a los que le necesitan para sobrevivir; quiere que le aclamen, incendiando así la concordia entre los españoles, activando las pasiones más bajas, inoculando el odio de unos ciudadanos contra otros. En sus tres folios de prosa plañidera y encharcada de bilis contra la derecha y la ultraderecha –y por tanto contra los más de 11 millones de españoles que han respaldado estas opciones–, Sánchez dicta a sus votantes y sus acólitos hacia donde tienen que dirigir sus dentelladas. Todo eso, sin responder a la madre de todas las preguntas, a la iniciática necesidad de saber qué narices hacía su mujer reuniéndose con empresarios privados que recibían fondos públicos mientras financiaban su carrera profesional carente de méritos.

Nadie suspende un trabajo, ni se coge jornadas de reflexión, para decidir si se va. Un político de verdad se va o se queda, sin involucrar a toda una nación en sus devaneos melodramáticos que solo buscan que los bolaños y pachis espoleen a tantos estómagos agradecidos que viven de este régimen para que defiendan al Sumo Líder y lancen a los perros de presa contra esa media España que se duele del país que este Gobierno nos va a dejar.

Sánchez es consciente de que el caso Koldo sigue avanzando y que puede que en el horizonte se dé a conocer el volcado de un móvil donde alguien ha podido agradecer a su esposa los servicios crematísticos prestados. Si se va –que está por ver– no lo hará por amor a su mujer ni porque nadie le haya convertido en víctima de una campaña feroz. Su bochornosa carta a la ciudadanía, tan bolivariana, tan populista, tan cesarista, sin los logos de Moncloa ni del PSOE, dan cuenta de que este envite –que probablemente no llegue a órdago– se lo hace a los ciudadanos y que solo intenta fortalecerse, aglutinando a su alrededor un movimiento de adhesión que demande su permanencia. Por el momento su pírrica cosecha ha sido el apoyo de Zapatero, del Grupo de Puebla, de sus periodistas a sueldo, de sus ministros de obediencia debida y de cuatro matados en la calle de Ferraz.

Su dimisión virtual es un plebiscito, como lo fue el adelanto electoral tras su fracaso el 28 de mayo: sin comunicárselo al Rey, sin utilizar los circuitos institucionales y, sobre todo, suspendiendo sus funciones unilateralmente. Sabe algo de la investigación a Begoña Gómez que no tardará en conocerse, sabe también que tiene un escenario político cada vez más difícil, con la próxima llegada de Puigdemont en plena campaña de las europeas, sin presupuestos y con su agenda internacional transitando entre el ridículo y el absurdo. El lunes puede que se vaya, o que plantee una moción de confianza, regulada en el artículo 112 de la Constitución, o que se quede y huya hacia adelante, como ha hecho siempre. Pero esta claro que los renglones torcidos de Pedro –con permiso de Torcuato Luca de Tena– solo conducen a algo nada bueno.