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Perro come perroAntonio R. Naranjo

Majestad, ¿tiene usted algo que decir?

Hay que entender el difícil papel del Rey, sin duda, pero también él debe hacerlo con la situación de millones de españoles

Entiendo perfectamente la dificultad de la situación para el Rey Felipe, que es el penúltimo obstáculo para que Sánchez, Otegi, Puigdemont, Ortúzar, Junqueras, Yolanda Díaz y todos los micropartidos antisistema que orbitan en el Gobierno logren su confesado objetivo de acabar con la España constitucional.

Una sola palabra de contrariedad del jefe del Estado generaría un cataclismo político de consecuencias terribles: despojaría de su careta a sus enemigos, que quieren cargárselo como hicieron con su padre en el primer capítulo de la deconstrucción nacional hoy a pleno rendimiento; e instalaría en la agenda política oficial la sustitución de la Monarquía Parlamentaria por una Republiqueta liberticida como la que ya padeció España, tan alejada de las de Francia o Alemania como una dictadura de una democracia.

Y además generaría, a continuación, una fractura social con tintes trágicos, pues obligaría a todo el mundo a posicionarse: con el Rey o contra él, en un dilema que la historia siempre ha resuelto con sangre, plomo y lágrimas.

Todo eso es cierto, y justifica la cautela de Felipe VI, que no equivale a indiferencia pero no tiene consecuencias prácticas visibles. Quizá su mejor opción sea esperar y sobrevivir, a la espera de que los tiempos cambien, la mecha del sanchismo se consuma sola en el fuego de su ira sectaria y, llegado ese momento, la Corona siga siendo un faro, tenue pero encendido en la oscuridad del momento, y brillante cuando vuelva a lucir el sol.

Puede ser. Pero resulta muy difícil de digerir que, en esa actitud de necesaria discreción, parezca avalar por acción u omisión toda componenda mafiosa, truco de trilero y agresión contumaz a la Nación y a quienes viven en ella, sin encontrar la manera de hacer un gesto de contrapeso que siquiera incentive un poco la resistencia de quienes no se doblegan.

Porque Sánchez ha pactado la desmembración por fases de la Nación para comprarse una Presidencia que no le dieron directamente los votantes. Ha aceptado esquivar el mandato constitucional sobre la igualdad de derechos y obligaciones de los ciudadanos, la separación de poderes y el imperio de la ley. Y ahora pretende rematar ese viaje a los infiernos con un catálogo de leyes chavistas que conculquen la independencia judicial y castiguen al periodismo decente.

La Constitución delimita las funciones y poderes del Rey, pero también las de Sánchez. E invocar las del primero para justificar tanta pasividad, mientras el segundo se las salta, de manera reiterada y abusiva, suena más a comodidad o indiferencia que a brillante cálculo ganador.

Sánchez utilizó al Rey en su delirante retorno tras cinco días de retiro, girándole una visita innecesaria para lograr que, con ello, diera vitola de gran acontecimiento institucional a una actuación barata de un trilero sin escrúpulos: si ese encuentro no era para comunicarle su dimisión y la disolución de las Cámaras a la mayor brevedad legal posible, lo fue para transformar el vodevil en un momento histórico y justificar con ella la agenda represora subsiguiente.

Se puede comprender casi todo, Majestad. Pero no que la discreción no sea el mejor antídoto contra la deriva populista de un coronel con demasiados escribas, sino otro más de sus aceleradores.

Porque es cierto que un Rey no puede frenar a un presidente definitivamente poseído por una mezcla de Maduro, Ceaucescu y Stalin. Pero tampoco puede ser un simplemente elemento decorativo de un edificio llamado España en riesgo evidente de demolición.

Usted sabrá cómo puede vaciarse la bañera del agua sucia sin tirar al bebé por el sumidero, que para eso es el Rey, pero ha de encontrar la fórmula que le libre de parecer otra figura ornamental idónea exclusivamente para festivales de coros y danzas. O para Sánchez.