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Un mundo felizJaume Vives

Miguela y Pedro Sánchez

Miguela hace eso de lo que muchos hablan pero pocos practican: ir a las periferias. No para quedarse vagando por allí sino para que el alejado se acerque, que de eso va la evangelización

Me gustaría empezar pidiendo disculpas, pues me he visto obligado a mentir ya en el mismo título para asegurarme de que las tres o cuatro personas que suelen leerme sigan aquí conmigo.

Por alguna razón que desconozco, para demasiada gente, el futuro de la humanidad dependía este lunes pasado de la decisión que tomara Pedro Sánchez y, todavía hoy, varios días después, la gente sigue intranquila, como si él fuera el origen y la causa de todos nuestros problemas.

Y a mí no me gustaría desperdiciar un artículo hablando de Pedro, de Begoña y de sus evidentes problemas, pudiendo hablar de Miguela, una joven de Bilbao que seguramente el lunes por la mañana no estaba pegada al televisor.

Conocí a Miguela un viernes por la noche en el centro de la ciudad. Estaba en la puerta de una iglesia y por espacio de unas dos horas su misión consistía en salir al encuentro de todos los que pasaban por allí para invitarlos a entrar a encontrarse con el Señor.

Y cuando digo todos también incluyo a chavales jóvenes de la edad de Miguela, algunos de los cuales la miraban con burla o con desprecio. Pero a Miguela eso parecía darle igual, tenía algo demasiado grande que ofrecer a los viandantes como para guardárselo por miedo a pasar un mal momento.

Miguela hace eso de lo que muchos hablan pero pocos practican: ir a las periferias. No para quedarse vagando por allí sino para que el alejado se acerque, que de eso va la evangelización.

La gente que Miguela conseguía conquistar con su sonrisa (que no es suya sino de Dios) encendía una vela y entraba por el pasillo central de la iglesia hasta el altar, donde estaba expuesto el Santísimo. Al llegar, algunos se arrodillaban, otros dejaban la vela y se quedaban un rato de pie, otros rompían a llorar… Miguela siempre estaba a su lado.

Entraba con ellos, a veces con la mano encima del hombro, otras caminando discretamente detrás por si necesitaban algo y, cuando se iban, siempre los acompañaba hasta la puerta con una sonrisa de esas que hacen que el mundo se pare. Algunos querían hablar, otros solo una palabra o un abrazo.

El pasillo del templo se convirtió en un desfile de personajes pintorescos que seguramente no habían pisado una iglesia en su vida, pero allí estaban, el Señor había salido a su encuentro valiéndose de Miguela y ellos habían aceptado la invitación.

Lo que debería preocuparnos es que Miguela sea una anomalía o desaparezca. Miguela es el rostro de Cristo que sale a nuestro encuentro sabiendo que puede llevarse un bufido. Miguela en esas dos horas hizo lo que nosotros estamos llamados a hacer toda nuestra vida: encontrarnos con el Señor y salir a buscar a otros para que también se encuentren con Él.

Nuestros problemas comienzan cuando nos resistimos a ser como Miguela (por vanidad, por respetos humanos o porque simplemente no nos da la gana de dejar que Dios actúe en nosotros) y por tanto en el mundo empieza a haber escasez de Miguelas. Y es que todos en algún momento de nuestra vida somos Miguela y en otros, necesitamos una Miguela en nuestra vida.

A los anuncios irrelevantes de gente irrelevante que en nada cambian el devenir del mundo, tenemos que hacerles el caso justo y necesario y darles la importancia que tienen, que es bastante poca. El Anuncio que tiene que poner en movimiento los músculos de nuestro cuerpo y las potencias de nuestra alma es otro muy diferente y es el que nos descubre Miguela.