¿Reino Unido o Venezuela? ¿A qué nos parecemos?
Los españoles vamos a tener que elegir si queremos una democracia liberal o una satrapía caribeña
Estamos en el Reino Unido. El primer ministro se fuma al Parlamento y a su propio partido y publica en Twitter una delirante carta lacrimógena, donde anuncia que se va a tomar cinco días de vacaciones pagadas para sopesar si dimite, pues está iracundo porque la prensa acusa a su mujer, a la que proclama amar profundamente, de tráfico de influencias. Se trata de informaciones que hasta ese momento ni ella ni él han desmentido y que tampoco han denunciado como difamaciones.
Para vestir su farol, el primer ministro británico solicita una audiencia formal con Carlos III. Acto seguido, su partido organiza una manifestación de apoyo al líder meditabundo, que pincha en asistencia. En esa marcha se ve a la número dos del Gobierno británico fuera de sí, azuzando a las masas con una gesticulación histérica de cheerleader, impropia de una ministra. El líder sigue meditando. El partido y sus periodistas afines comentan muy preocupados que podría irse. Pero llega el lunes y todo resulta ser un cachondeo, una inmensa tomadura de pelo. Acabada su reflexión, el primer ministro comparece sin preguntas ante el Número 10 para anunciar que todo sigue igual –para lo cual vuelve a utilizar la figura del Rey–, que él se atornilla al poder. Acto seguido, inicia una ronda de entrevistas con periodistas pelotilleros y serviles, en las que anuncia una gran campaña para controlar a la prensa crítica y a los jueces. Su partido abre fuego acosando de inmediato a un respetado periodista, de los de mejor currículo del Reino Unido.
¿Qué pasaría en Inglaterra ante algo así? Todos los medios –de derechas, izquierdas y mediopensionistas– pondrían el grito en el cielo al unísono ante las amenazas a la libertad de prensa y los jueces. Los periodistas, de todas las ideologías y empresas, se unirían en defensa de su profesión, al igual que sus colegios profesionales. La oposición exigiría la cabeza del primer ministro. Los intelectuales y analistas televisivos exclamarían a coro que lo sucedido es inaceptable en una democracia de solera como la británica. En las propias filas del premier varios diputados rebeldes se revolverían contra él en los más duros términos. La presión, mediática, política y social sería tal que el primer ministro se vería forzado a dimitir en unas horas.
Imaginemos ahora que todo lo anterior ocurre en Venezuela. ¿Qué pasaría? Los periodistas y medios oficialistas cerrarían filas con el presidente en su acoso a los medios críticos. Las amenazas a la democracia serían denominadas con un eufemismo orwelliano como «imprescindibles medidas de regeneración democrática».
El partido del presidente comenzaría a señalar por su nombre y apellidos a periodistas de prestigio, amenazándolos con denuncias por el imperdonable pecado de ser libres.
El presidente se chotearía de todo el mundo y tras amagar con irse, anunciaría que piensa seguir en el cargo los años que haga falta, sin que la opinión pública exprese la menor queja.
Su partido guardaría silencio sobre el esperpéntico circo de la falsa dimisión y lo secundaría en sus amenazas a los pilares a la democracia.
Los periodistas, por sumisión al régimen bolivariano, guardarían silencio ante las bravatas del presidente contra la libertad de prensa y ante la persecución del poder a sus compañeros. No habría tampoco un solo intelectual de fuste que levantase la voz (no vaya a ser que después vengan a por mí). Los empresarios callarían acobardados mientras un proyecto de autócrata amenaza con rebanar el Estado de derecho. La oposición haría unos aspavientos de queja, pero ni siquiera llegaría a pedir la dimisión de quien propone reducir las libertades para desviar la atención de la corrupción que rodea a su partido.
Pregunta fácil: ¿A quién cree usted que nos parecemos más, a la democracia inglesa o a la satrapía venezolana? En efecto. Asombroso cómo hemos consentido todo esto.
Y lo que queda…