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VertebralMariona Gumpert

Censurar es de paletos

Lo único que sabemos con seguridad es que quienes cumplen con las características del fascismo son, irónicamente, lo que ahora se autoproclaman antifascistas

Actualizada 01:30

El otro día vi un documental sobre las juventudes hitlerianas. Cuando uno piensa en ellas, se imagina un grupo de chavales fanatizados y militarizados. Hitler era más listo que todo eso: el partido nazi llevó a niños de campamento todos los veranos. Uniformados, para eliminar toda distinción social. Lejos de sus padres, para influir a sus anchas. Pero, lo más importante, entreteniéndolos con un sinfín de planes divertidos y al aire libre. Muchos de los enanos provenían de familias pobres, la alternativa a estos campamentos consistía en permanecer en sus pueblos o barrios pauperizados y trabajar para ayudar a sus familias.

Ideologización desde la infancia, demonización de grupos étnicos, un genio de la propaganda como Goebbels, una humillación internacional tras un tratado de paz, una crisis económica mundial… Parecería que hacen falta muchos factores para enloquecer a una población dada, pero tengo malas noticias para ustedes: resulta mucho más sencillo de lo que parece. Infinitamente más fácil, y en espacios de tiempo brevísimos. Hablo de días. Horas. Minutos. Si no me creen, googleen lo siguiente: experimento de Milgram, experimento de la cárcel de Stanford, experimento de la tercera ola.

Pero ¿por qué les hablo de la Alemania nazi y de estos experimentos? Ustedes mismos vivieron algo similar hace cuatro años. Se nos encerró de forma anticonstitucional. La gente, asustada y enloquecida, se convirtió en policía gratuita, fanática y sin ningún tipo de control estatal. Lo peor vino más adelante: el pasaporte COVID, la estrella de David del siglo XXI para quien no lo poseyera. Un error legal y de salud pública en toda regla.

Sé de un chaval con problemas de corazón; por edad no le compensaba vacunarse (¿conocen muchos jóvenes que hayan muerto de COVID?), hacerlo sí podía afectarle a su condición cardíaca. Prefirió no arriesgarse. Grupo de whatsapp de supuestos amigos en el que comenta por qué no se vacuna. Respuestas: «eres un egoísta», «ojalá te mueras», y más lindezas por el estilo. Existen miles de casos similares. Personas obligadas a vacunarse por no perder su trabajo. No hablamos de vacunas probadas y que han pasado todos los procedimientos médicos y legales, sino de un experimento realizado sobre la marcha que es posible que ayudara a salvar vidas (y digo que es posible porque no se permitió la opción de que hubiera un grupo de control, es decir, gente no vacunada sobre la que evaluar de forma científica la efectividad de la vacuna). Lo que sí sabemos es que, bajo estas circunstancias, no resultaba irracional rechazar la vacuna. A pesar de esto, se produjo una caza y captura del no vacunado.

No hizo falta censurar a nadie, que es lo que persigue Pedro Sánchez ahora. El miedo lo impregnó todo. No se cancelaba a quienes alzaban la voz frente a estas tropelías, bastaba con tacharlos de negacionistas y bebelejías, cuando simplemente defendían el derecho –que ha existido siempre– a decidir qué tratamientos aceptar y cuáles rechazar. El derecho a que las intervenciones médicas que autorice el paciente hayan cumplido con todos los procedimientos legales (poseer toda la información disponible, firmar un consentimiento informado, tener la seguridad de que el medicamento ha seguido los estrictos pasos habituales para ser aprobado, etc.). Quien no se vacunó perdió derechos fundamentales. Quien crea que exagero sólo necesita recordar a Macron diciendo «vamos a ir a por ellos» o los campos de concentración en Australia. Las grandes demandas colectivas contra las farmacéuticas surgieron hace tiempo y empiezan a dar sus frutos, como ha ocurrido hace unos días con AstraZeneca.

Para ciertas cosas no es necesaria la censura, basta con el miedo, real o inventado. En el caso del COVID fue un miedo real; en el de la identificación de los partidos liberales y conservadores con el fascismo es inventado. Pero cala. Y no precisa censura. El problema es que esta obsesión irracional de ver fascistas por todas partes podría acabar transmutando en profecía autocumplida. De momento, lo único que sabemos con seguridad es que quienes cumplen con las características del fascismo son, irónicamente, lo que ahora se autoproclaman antifascistas.

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