La diplomacia española, a la deriva
Con la sociedad artificialmente dividida resulta imposible mantener una política exterior coherente. Tampoco parece necesaria si, a la postre, no sabemos qué intereses queremos defender
Para ser un actor global primero hay que ser. El Estado es la forma más clásica de ente político, aunque no el único. En nuestro tiempo nos encontramos con corporaciones y organizaciones no gubernamentales que juegan un papel destacado en la escena internacional. Un Estado puede ser actor si sabe cuáles son sus intereses y tiene voluntad para ejercer influencia. En caso contrario estará expuesto a los vaivenes de su entorno.
España se caracteriza por su importante historia, por ocupar una posición geográfica crítica, por llevar algo más de un siglo ensimismada en un estéril y provinciano debate sobre naciones y nacionalidades y, más recientemente, por la erección de un muro a cargo del Gobierno cuyo objetivo es garantizar la división y el odio entre los españoles.
Con la sociedad artificialmente dividida resulta imposible mantener una política exterior coherente. Tampoco parece necesaria si, a la postre, no sabemos qué intereses queremos defender. Garantizada la división entre los españoles, para así poder cohesionar una mayoría parlamentaria antiespañola, todo consenso nacional de orden estratégico resulta inviable.
Tenemos una estructura administrativa dedicada a la acción exterior que hace lo que puede, gestiona, trata de salvar los muebles del naufragio, pero que no dispone de lo fundamental, de un guión que ordene y dé sentido a su trabajo. La incoherencia se ha hecho norma. Ya a nadie le sorprende nada. Todo puede ocurrir en una actividad orquestada desde la Moncloa siguiendo criterios partidistas y cortoplacistas. Un día descubrimos que la guerra es posible en Europa y nos disponemos a aumentar el gasto en defensa, tras años de abandono. Nuestro atlantismo y europeísmo resulta que es compatible con hacer el juego a organizaciones islamistas y terroristas, que tienen a bien felicitarnos para vergüenza nacional. Nuestro presidente hace uso y abuso de la causa palestina para provecho propio y se queda virtualmente solo en el camino, escenificando hasta qué punto estamos lejos de nuestros socios y aliados en la Unión Europea y la Alianza Atlántica. Ante la imposibilidad de justificar la falta de criterio y coherencia de las medidas que se están tomando, nuestras autoridades han recurrido a un pudoroso silencio. Resulta que somos una democracia sin derecho a saber qué hacen nuestros gobernantes en el plano diplomático. ¿Qué pasa con nuestra presencia en el Magreb? ¿Qué se está negociando respecto al futuro de Gibraltar en la Unión Europea?
Estamos viviendo tiempos críticos en lo que se replantean muchos de los acuerdos y políticas de las últimas décadas. Xi Jinping está en Europa alimentando nuestra división y la de la Alianza con el atractivo anzuelo del formidable mercado chino y buscando acceder a nuestra tecnología y vendernos sus productos con precios más que competitivos gracias a condiciones laborales incomparables. ¿Cuál es nuestra posición? Nos sumamos a lo que se aprueba en Bruselas, aceptamos que China es un «rival sistémico» pero el entorno monclovita continúa abriendo puertas a sus intereses. Aceptamos que Rusia es una amenaza, pero destacamos por lo parco de nuestra ayuda a Ucrania y por la cuantía de nuestras compras a Rusia. El Gobierno de Moscú interviene en nuestros asuntos internos a través de informaciones falsas, pero el Gobierno reserva sus críticas a la oposición.
Si a la inconsistencia sumamos la lamentable imagen que estamos dando con escándalos de corrupción, asalto a la libertad de prensa y a la independencia de los jueces, solicitud de que la Comisión ponga orden en nuestro propio Estado de derecho, un presidente que se retira a meditar sobre su existencia mientras su esposa es cuestionada por dedicarse al tráfico de influencias, tema que los jueces tendrán que resolver con la colaboración de la Guardia Civil… podremos imaginarnos la autoridad con la que nuestros representantes actúan más allá de nuestras fronteras.
Con la campaña electoral para el Parlamento Europeo se abre una oportunidad para que nuestras fuerzas políticas expliquen qué idea tienen del papel de España en el mundo. Urge derribar muros y hacer pedagogía para que la propia sociedad exija, de una vez por todas, acabar con una situación tan penosa como humillante.