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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

De la España ilusionada a la adocenada

Retrato de un país a través de cuatro generaciones de españoles

Europa está adocenada. Estados Unidos, con todos sus problemas de cainismo político exacerbado, copa el ranking de las diez mayores multinacionales del planeta y abre hueco respecto a una UE que vive de rentas, anquilosada con su intervencionismo estatalista. Por su parte, China e India están dando un estirón imparable y pronto nos mirarán por el retrovisor. Europa es además un paquidermo analógico, muy rezagado en la autopista digital del presente.

Los europeos quieren gozar la vida. Apenas tienen hijos –para que no les estorben en su proyecto hedonista– y alquilan los trabajos duros a los inmigrantes de otras culturas. El nuevo ideal europeo es cobrar más trabajando menos, como repiten eminencias como nuestra Yoli. A priori, tal aspiración parece «chulísima». Pero presenta un pequeño efecto secundario: a medio plazo se carga los países, que se van quedando rezagados frente a otros con más ganas.

La España sanchista es junto a Francia el ejemplo sumo del paralizante conformismo del siglo XXI europeo. Lo que está pasando se entiende muy bien estudiando someramente a los españoles de las últimas cuatro generaciones. De la ilusión, del afán peleón por ir a más, hemos pasado a la flotación, un lánguido conformarse con lo que ya tenemos y rascarla lo menos posible.

Empecemos por los bisabuelos. Nacieron a finales del turbulento siglo XIX español, que fue un rosario de guerras. Se comieron una Guerra Civil, a veces incluso en el frente, donde muchos cayeron en un bando u otro por pura lotería territorial. Esa generación se atrevió con la gran migración del campo a la ciudad, muchas veces trasladándose a regiones más prósperas. La mayoría procedía del rural o de pueblos pesqueros, hijos del arado y el remo. Una vez en sus urbes de destino, se buscaron la vida trabajando como posesos con una meta muy clara: conseguir que sus hijos pudiesen vivir mejor que ellos. Y lo lograron.

La siguiente generación es la que nace en la posguerra. Son profesionales más preparados que sus padres, pero que han heredado su cultura del esfuerzo, porque durante su infancia y juventud todavía han conocido las estrecheces en primera persona. Algunos todavía emigran a Europa en busca de una vida mejor. Otros montan pequeños negocios, o logran empleos estables con los que van sacando adelante a su familia. Al igual que sus progenitores, tienen una gran ilusión por prosperar y unos objetivos claros. Los suyos son intentar comprar un piso y lograr que sus hijos, que son todavía muchos, puedan estudiar en la universidad. Muchísimas de esas familias logran ambas metas.

Llegamos ahora a la generación nacida entre mediados de los cincuenta y comienzos de los sesenta. Son los españoles que ya acceden en gran número a la universidad, gracias al esfuerzo de sus padres (y antes de sus abuelos). Se consolida una España de una espléndida clase media, muy dinámica, con profesionales liberales de éxito, pequeños y grandes empresarios, funcionarios cualificados que han hincado codos con ahínco para sacarse una buena oposición... Está generación ya tiene menos hijos –la parejita– y disfruta de las posibilidades de ocio que ofrece el avance económico (comienzan los viajes, los restaurantes, la electrónica). Pero todavía preservan como prioridad el bienestar de sus familias, que saben que no les caerá del cielo. Les exige trabajar duro. Y lo hacen. Muchísimas familias de la gran clase media española se convierten en espléndidas historias de éxito.

Llegamos a la cuarta generación. La de los treintañeros y cuarentones actuales. Sus bisabuelos, abuelos y padres se habían centrado en trabajar y ahorrar, en una España donde se compartía la esperanza en que el futuro sería mejor. Fruto del inmenso esfuerzo de sus ancestros, muchos españoles de esta cuarta generación han heredado algún piso familiar. Apenas tienen hijos; acaso uno (o ninguno y dos perros). La sanidad y la educación son universales y gratuitas, hay centros deportivos y piscinas públicas casi por nada, actividades sociales municipales… y si andas muy apurado, siempre existe algún subsidio.

En una capital de provincia, o una ciudad pequeña, si cuentas un pisito que has heredado te puedes apañar con poco para vivir. ¿Para qué liarse la vida? Te preparas una pequeña oposición, que tampoco te haga estudiar mucho, o te buscas un trabajo romo y poco exigente, y con tu sueldito y el de tu pareja puedes ir tirando tranquilamente, porque de facto estamos en país socialista que prima ese modo de vida. ¿Para qué romperte la cabeza? ¿Para qué deslomarte trabajando como tus bisabuelos, tus abuelos y tus padres? Con lo que tienes te da para el Netflix, para las cañitas del finde con los colegas y, de cuando en vez, hasta para algún Ryanair por ahí fuera. Añadamos un poco de rencor social avivado por la propaganda incansable de la izquierda, y ya tenemos al sanchista perfecto, felizmente adocenado en la mediocridad y sin mayores ilusiones por construir una empresa, o una gran carrera profesional, o una familia con hijos de sólida formación académica.

De la infatigable Generación de Pana de antaño hemos pasado a la Generación Progre-blandiblú de la camiseta y las zapatillas. Odio a «los ricos», paguita y que no me hagan currar demasiado, que para eso ya han venido los rumanos, los ecuatorianos y los marroquíes.

¿Pronóstico? Un país en decadencia a la vuelta de un par de generaciones. Si es que todavía se le puede llamar país a la «nación de naciones» que nos preparan.