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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Sánchez–Illa, lucha en el fango

Nada desearía hoy más Sánchez que la victoria en votos de Puigdemont sobre Illa: eso lo liberaría de pringarse excesivamente las manos en otra variedad de ese fango que tanto ama invocar acerca de su esposa

Algo comparten, al menos, Salvador Illa y Pedro Sánchez: la certeza de que el PSC no obtendrá, en ningún caso, mayoría absoluta en las elecciones catalanas. Da igual lo que deban mentir ante su clientela: la mentira va en la esencia de sujetos que no valen para otra cosa que no sea oficiar la política. En política se entra dejando la verdad colgada de una percha antes de salir de casa: lasciate ogni speranza… Tanto Illa como Sánchez están, hasta la noche del domingo, obligados a exhibir su certeza de que gobernarán a partir del lunes. No es el solo placer de tomarle el pelo al ciudadano. Es la regla broncínea de la publicidad: dar algo por hecho, siempre arrastrará a algún descerebrado con no demasiados escrúpulos morales a unirse al que con tanta fe se proclama inevitable vencedor; y una papeleta más siempre cuenta.

Ahí se acaba la concordia. Sencillamente porque los intereses de Illa y los de Sánchez divergen en lo primordial. Illa aspira a presidir una región: es el máximo horizonte que le está dado alcanzar en su carrera, el momento supremo de su vida, porque para un funcionario político no hay más vida que la que el poder le da a saborear. Sánchez, presidente de una nación por completo deshecha, decidió hace mucho seguir siéndolo a cualquier coste: no hay en la vida nada, absolutamente nada, que no esté dispuesto a cometer para perseverar en ese puesto suyo, que él ve más como unción sagrada que como función administrativa.

Pero, en ese conflicto entre dos engranajes de distinta jerarquía dentro de la máquina del Estado, hay una ruedecilla de aspecto despreciable que decide la armonía o no de su concierto. Esa ridícula ruedecilla se llama Carlos Puigdemont. De poco va a valernos volver sobre lo despreciable del sujeto: cobarde, fuguista, presunto delincuente, prófugo de la Justicia, delirante paladín del supremacismo… No perdamos el tiempo en recordarlo. Cuenta una cosa ahora. Sólo. Una cosa que el presidente Sánchez tiene de continuo ante los ojos. El compromiso formal del histriónico «presidente de Cataluña en el exilio» de derribar en el parlamento al Gobierno de Madrid, si el Gobierno de Madrid no lo «restituye» en el cargo del cual fue desposeído –«ilegítimamente», proclama él– por otro Gobierno de Madrid: la presidencia de una región catalana, travestida en nación independiente.

Nada desearía hoy más Sánchez que la victoria en votos de Puigdemont sobre Illa: eso lo liberaría de pringarse excesivamente las manos en otra variedad de ese fango que tanto ama invocar acerca de su esposa. Pero tal victoria es bastante improbable. Y Sánchez tendrá que meter brazos hasta el codo en el cieno catalán que Puigdemont regenta, si es que quiere conservar su residencia en la Moncloa. Y Sánchez, no nos engañemos, desea la Moncloa más que nada en esta vida. Y aun en cualquier otra.

Illa gana a Puigdemont. Puigdemont gobierna en Cataluña por orden de Sánchez. Sánchez gobierna en Madrid, a cambio. Illa, a la papelera de los juguetes rotos. Feo horizonte. Eso… o una repetición electoral que se anuncia infinita.