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Cosas que pasanAlfonso Ussía

San Isidro

Son recuerdos casi en blanco y negro. Madrid era una fiesta, al menos para mí. Sucede que soy yo el que escribe y firma este texto, un madrileño que disfrutó hasta el límite las maravillas de su lugar

Hoy, Madrid, festeja a su patrono, San Isidro Labrador, esposo de Santa María de la Cabeza, un hombretón de 185 centímetros según demuestra su cuerpo incorrupto. Patrón de los agricultores, los hombres del campo, los hacedores del pan. Resulta que no se nota. Centenares de miles de madrileños no conocen la Pradera de San Isidro, tan prodigiosamente pintada por don Francisco de Goya en el pequeño lienzo horizontal que se expone en el Museo del Prado. Hoy se colgarán de las taquillas de la Plaza de Las Ventas del Espíritu Santo, como tantos días, el cartel de «No hay billetes». Bandera de España caída, gloria para los toreros. Bandera de España sacudida por el viento que viene de Toledo, mala cosa para la tauromaquia, el arte en movimiento que desea paralizar Urtasun. ¿Y quién coño es Urtasun? Eso me pregunto sin dar con mi respuesta.

Y escribo que la gran fiesta de Madrid apenas se nota, porque Madrid es una fiesta encadenada durante todos los días del año. Vivo feliz en su lejanía, añorándola con gusto, agradeciendo tantas vivencias maravillosas. Nací en el barrio de Salamanca, en el sanatorio de San Francisco de Asís, y asistió a mi madre en el parto, como comadrona, Sor Purificación, la misma que ayudó a mi mujer a nacer a mis tres hijos. Viví mi infancia y mi juventud en el 57 de la calle de Velázquez, corazón del barrio que aún guarda, con otros acentos, tiendas y comercios de los ayeres. De aquel acento seco y simpático de los madrileños, al deje cantarín de los mejicanos y venezolanos y cubanos –pocos–, que han huido del comunismo. Mi viejo Madrid era maravilloso, con Manolo el sereno, el bulevar de Velázquez, el estanco del señor Antonio, la taberna Acuña, la incipiente pastelería «Mallorca», el Hotel Velázquez, el quiosco de Marina, la Librería Internacional de Perona y los ultramarinos Olmedo, todo en la misma manzana. Desde la ventana de nuestra casa, un cuarto piso, un paisaje rodante de coches de la «Seat», con amplia mayoría de «seiscientos». Taxis pintados de negro con la raya horizontal roja. También se veían los Citroën pato, los WW cucarachas, los Renault 4 con las puertas que se abrían a la contra, y los destartalados camiones rusos abandonados en el final de la guerra cuando los rusos decidieron abandonar su fracaso. En mi casa no se hablaba ni de la guerra ni de política. Oímos, seguimos, gritamos y celebramos a través de la radio las primeras finales de la Copa de Europa. La primera y la cuarta contra el Stade de Reims, la tercera contra el Milán y la quinta contra el Eintracht de Frankfurt. La segunda, se disputó en el Bernabéu, en el viejo Chamartín, contra la Fiorentina de Montuori, que era un diablo, y tuve la fortuna de verla allí mismo. Y cuando Gento marcó el segundo gol, como las fortunas cobran peaje, experimenté un apretón con desenlace negativo. Ruego, con casi setenta años de retraso, que me perdonen, si aún viven, los madridistas que se hallaban en mi sector.

Tiempos madrileños en los que los hombres llevaban sombrero, no para cubrirse, sino para quitárselo cuando se cruzaban con una mujer. Tiempos del colegio del Pilar de Castelló, donde aprendimos a jugar al fútbol en el solar, cruzando la calle, un fútbol de cuesta abajo y cuesta arriba. Yo intentaba imitar a Kopa, y en algunos momentos, sincera y modestamente, Kopa tendría que haberme imitado a mí. Y en mi primera juventud, a dos pasos de la calle de Serrano, la permanente romería de los bares. Desde Portosín a Mozo, pasando por El Corrillo y el Roma, con El Aguilucho en el chaflán de Claudio Coello y Hermosilla, Balmoral en Hermosilla, Toska, en don Ramón de la Cruz, y Jurucha en Ayala. Como decía el gran José Luis Ruiz Solaguren, fundador de los «Jose Luis», gran señor de la hostelería, «jamás vi tantas mujeres guapas reunidas en tres manzanas». Abandonó su Bilbao natal y triunfó en Madrid.

Son recuerdos casi en blanco y negro. Madrid era una fiesta, al menos para mí. Sucede que soy yo el que escribe y firma este texto, un madrileño que disfrutó hasta el límite las maravillas de su lugar.

Y hoy es San Isidro. Y la fiesta sigue. Y seguirá cuando San Isidro se despida hasta el año que viene.

Madrid.