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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Europeas: la resignación o la rabia

No votaremos acerca de diputados que vayan a hacer nada ni en Bruselas ni en Estrasburgo. Que votaremos acerca de la perennidad –o no– de Sánchez. Y que, entre resignación y rabia, esto empieza ya a pasarse de tomadura de pelo.

No, nos guste o nos enoje, las europeas del 9 de junio no serán unas elecciones. Serán un referéndum. O, aún peor, un plebiscito: sobre la impunidad de la egregia persona que mora en la Moncloa. Sobre los negocios de sus parientes. Sobre la corrupción de sus colegas de partido. Sobre la demolición acelerada del sistema constitucional de garantías. Sobre la impunidad penal de todos aquellos cuya gracia necesite garantizarse el César para seguir imperando.

No tiene maldita la gracia, pero no, no nos engañemos. No se vota esta vez sólo para pagarles sueldo a unos eurodiputados que no tienen más ocupación que la de percibir ingresos ofensivamente altos y explotar ventajas que deberían avergonzarlos. Esa vergüenza tendremos que guardárnosla, de momento, en el armario. Como tantas cosas. Lo que es ahora cuestión de pura y simple supervivencia es el plebiscito en marcha. En pleno mercado de compra, venta y trueque de presidencias entre Puigdemont y Sánchez, las europeas van a ser la pantalla sobre la cual percibir una sólo de dos cosas: la resignación o la rabia.

El parlamento europeo es, en el más académico rigor constitucional, una ficción. Nadie con un mínimo de decencia puede ocultárselo. Allá donde no hay momento constituyente de nación, no hay parlamento. Todo lo más, hay una ficción escénica que mima lo que son sus gestos y apariencias convenidas. Y no ha habido jamás momento constituyente en la UE. Todo lo más, acuerdos y pactos entre gobiernos para fijar reglas de funcionamiento interno. Puede que un día Europa se constituya como nación de estructura verosímilmente federal. Un día. Que, desde luego, nadie de mi edad llegará a conocer. Y que dudo mucho de que conozca nunca ninguno de los europeos hoy vivos.

Constitucionalmente hablando, Europa está aún en su prehistoria. En esas condiciones, un parlamento no es nada más que un adorno. Caro y cursi. Las medidas de verdad se toman en la Comisión Europea, mediante la cual negocian entre sí los gobiernos de las verdaderas naciones que aceptan regularse dentro de la UE: en lo más literal, una oligarquía benévola. El parlamento europeo es su tapadera, porque puede que a no pocos les resulte ofensivo ver sus vidas regidas por altos políticos exentos de cualquier control.

Es así. Todos lo sabemos; los primeros, esos mismos que optan a percibir los soberbios estipendios de tan escénica institución. Pero da igual, no va de eso esta vez. Y, espero que, sin que sirva de precedente, los españoles sepamos que se nos llama, el 9 de junio, a plebiscitar o no al individuo que lleva ya casi seis años envenenando nuestras vidas privadas y públicas. Mediante un procedimiento que, a diferencia de los nacionales, opera con circunscripción única; y, en esa medida, da un mapa exacto de las proporciones reales del voto emitido: una especie de enorme sondeo del estado actual de la opinión ciudadana. Después del cual, será difícil seguir ocultando la verdadera relación entre partidos y votantes. De lo que ese sondeo dé dependerá, en muy buena parte, la convocatoria o no de elecciones generales anticipadas.

Conviene tenerlo claro y no engañarnos; no fantasear con las consecuencias –fantásticas o inanes– que pueda tener nuestra representación en un «parlamento» europeo, bastante más virtual que el Metaverso de Zuckerberg. Y después de saberlo, y ante la única alternativa de voto, «Sánchez sí» o «Sánchez no», decidir lo que a uno le dé la gana. O bien borrarse definitivamente del censo plebiscitario. Lo que sea. Con la sola condición de no olvidar que es mentira, que no votaremos acerca de diputados que vayan a hacer nada ni en Bruselas ni en Estrasburgo. Que votaremos acerca de la perennidad –o no– de Sánchez. Y que, entre resignación y rabia, esto empieza ya a pasarse de tomadura de pelo.