¡Llamadme guapa!
Les llamaré «elle», pero «elles» tendrán que referirse a mí como «bellísima poseedora de una inteligencia sin par, cuyas ideas sobre la sexualidad, el aborto y la eutanasia son verdad-verdadera»
¿Se han cruzado alguna vez con ese tipo de persona que dice «a mí me adoras o me odias, no hay término medio: soy demasiado sincera, no me callo nada»? Lo comentan con orgullo, además. Lo que son es unos impertinentes sin filtro, incapaces de cortar su incontinente verborrea de opiniones desagradables no solicitadas. Son aquellas personas que, en caso de ser católicas, disfrutan con aquello de «enseñar al que no sabe» y con el «corregir al que se equivoca» y olvidan o desconocen el significado de ser caritativo con los demás o el de soportar con paciencia los defectos del prójimo (por no hablar del no juzguéis y no seréis juzgados).
Así es muchas veces el catolicismo: ¿Cuándo aplicar cada consejo evangélico o eclesial? Ah, para eso existe el sentido común y la opción de pedir ayuda al Espíritu Santo. Es una lástima que el primero ande desaparecido y que al Segundo lo conozcan en su casa a la hora de comer (este domingo celebramos Pentecostés, por cierto). En algunos temas se vuelve imperativo saber cómo actuar: hoy toca el de lo trans y los mil géneros.
Eurovisión ha generado múltiples enfados e indignaciones, de todo color y procedencia. La que más me ha llamado la atención ha pasado bastante desapercibida: han surgido algunos indignados con los comentadores de TVE: ¡estos profesionales no sabían cómo hablar de los concursantes no binarios! No sólo tenemos que entender qué es un no–binario, no: además tenemos que ser capaces de dominar el nuevo idioma que se han sacado del sombrero, que incluye verbos, adjetivos y demás panoplia pamplinera.
El propio término no–binario es absurdo, en la medida en que precisa de lo binario para definirse y, de hecho, no se mueve de ahí: no es que exista un tercer sexo (un ente con una sola mama y dos penes, por decir algo), lo único que hacen es decidir cada mañana si se sienten masculinos o femeninos y comportarse en consecuencia: ¡los que venían a acabar con las etiquetas y los estereotipos de género! ¿Y quieren obligarme a dirigirme a ellos como desean? Esto no es ningún futurible, en Canadá multan a quien no entra al trapo. Ante este tipo de imposiciones lo que se me ocurre es que juguemos todos o rompamos la baraja. Les llamaré «elle», pero «elles» tendrán que referirse a mí como «bellísima poseedora de una inteligencia sin par, cuyas ideas sobre la sexualidad, el aborto y la eutanasia son verdad-verdadera.»
Les seré sincera: no soy de meterme en la vida de los demás, a no ser que sean seres queridos y me pidan consejo de forma explícita. Si hubiera sido de la generación de Bibiana Fernández (Bibi Andersen) y hubiera tenido que interaccionar con él/ella no me habría importado dirigirme a él/ella como Bibi. Lo grave de este momento en el que vivimos es que la moda de lo trans y los mil géneros es una pandemia que obliga a los demás a decir lo que no quieren, pero –primero y más importante–, que está haciendo mucho daño a los propios consumidores de la ideología queer. Hay transexuales que saben quiénes y cómo son realmente (suelen, de hecho, ser cancelados cuando expresan sus opiniones y ponen los puntos sobre las íes). Estos trans razonables han tomado de forma consciente sus decisiones y actúan en consecuencia. Pero la tendencia actual es a que la mayoría de las personas de este colectivo acaben por creer su propio delirio a pies juntillas y de cabo a rabo (nunca mejor dicho).
Un ginecólogo me comentó hace unos meses una experiencia que tuvo en urgencias. A una transexual se le había infectado de gravedad la vagina artificial que le habían construido. El ginecólogo le dijo que él podría darle todo el apoyo que quisiera, pero que lo que necesitaba en ese momento era un cirujano. La «otra» negaba la mayor e insistía una y otra vez en que la debía atender él. No es un caso aislado. Por su propia salud –ya no mental, ¡física!– no deberíamos dejar que esto vaya a más. Menos aún en la medida en que quieren imponer esta demencia a los niños lo cual, por cierto, es corrupción de menores. Es momento de enseñar al que no sabe y de corregir al que se equivoca.