¡Ven, Mohamed!
Lo que concluyo es que una gran parte de la ciudadanía asume que el Estado es capaz de resolver (e incluso debería fomentar) una clase de asuntos que, llevados a una escala doméstica, resultan del todo impensables, por imposibles
Circula por redes el siguiente vídeo: un reportero dicharachero detiene a viandantes al tuntún para entrevistarlos. Primera pregunta: ¿estaría usted dispuesto a alojar a un inmigrante ilegal en su casa? Los entrevistados (la mayoría mujeres) que responden de modo afirmativo no parecen mentirosas. Es posible que las jóvenes contesten de este modo porque saben que es lo que toca responder, igual que en un botellón dirán que los padres son un rollo, tía, aunque ellas en concreto se lleven de perlas con los suyos. Las (señoras) mayores que adoptarían un inmigrante han superado esa etapa. Ya no responden en función de lo que está bien visto: hablan con la contundencia de quien se autoerige guía moral y, en consecuencia, tiene que predicar la verdad con insistencia: ¡la sociedad no puede desviarse de lo que es bueno y lo que es malo! (algo que, por supuesto, no admite réplica).
Bien. Una vez estas personas no dudan en responder sin matices que, por supuesto, compartirían su hogar con inmigrantes ilegales, el reportero se gira y dice «¡Moha! ¡Ven, por favor!». Se acerca un chico con pinta de buen chaval, de aspecto subsahariano. El reportero explica a las entrevistadas que Mohamed necesita albergue durante tres meses para regularizar su situación y encontrar un trabajo con el que poder ganarse la vida. Las entrevistadas han afirmado que podrían acogerlo, por lo que el chaval del micro da por hecho que se quedarán con Moha.
Comienzan las excusas, nadie quiere ahora al bueno de Mohamed. Hay una chica que, sin sonrojo alguno, a pesar de lo afirmado hace apenas unos momentos, ¡a pesar de que el chaval está presente y que la están grabando!, responde que no, y que no. ¿Y por qué? Porque no. Quizá en ese momento ha recordado a Irene Montero y aquello de que todos los hombres son violadores por el mero hecho de serlo. Otra comparte piso, no tiene sitio. Lo mismo las señoras, tienen a sus hijos ya talluditos viviendo con ellas. No es maldad, es falta de espacio.
Al final, Moha se queda compuesto y sin novia. Resulta taimado y ruin que, quienes dicen ser sus defensores, en realidad solo utilizan a los pobres negritos de África para demostrar que están del lado del bien, no como esos fachas que no deberían existir. Haríamos todo lo que fuera por Abdul, Moha, Karim y Omar, pero hoy no, ¡mañana!
Más allá de la anécdota, lo que concluyo es que una gran parte de la ciudadanía asume que el Estado es capaz de resolver (e incluso debería fomentar) una clase de asuntos que, llevados a una escala doméstica, resultan del todo impensables, por imposibles. A los que sí juzgamos lo político desde cierto paralelismo con lo doméstico nos llaman crueles e inhumanos, cuando más bien es lo contrario: precisamente porque hay una serie de cosas positivas que nos ha costado sangre, dolor y lágrimas construir, queremos conservarlas (y esto incluye tener la capacidad de acoger inmigrantes de forma ordenada, positiva, humana y saludable para ambas partes).
A mi hermano, cuando tenía cinco años, se le desgarró el corazón cuando corrió la noticia de que el Real Madrid quería fichar a Pedja Mijatovic, el mejor jugador que teníamos en ese momento. De repente, una lucecita se iluminó en su cerebro. Fue corriendo a mi madre y, esperanzado, le dijo: «Mamá, ¿tú crees que si papá habla con Mijatovic no se irá del Valencia?» Por supuesto, D. Pedja y mi padre eran y son dos perfectos desconocidos. Pero, aunque hubieran sido amigos íntimos, nadie duda de que el jugador habría acabado en el Real Madrid de todas maneras. Quizá el día en que dejemos de considerar al gobierno como un padre omnipotente- resuelve todo, capaz de construir un país de fantasía, arcoíris y unicornios, nos vaya un poco mejor. Un poquito.