Jaque a Letizia
Pero junto al jefe del Estado hay una mujer que, pese a que no responde a los convencionalismos que algunos sectores reclaman, se ha adaptado con bien a su función representativa y ha ayudado al Rey significativamente, sobre todo en la educación de sus dos hijas
Hay una pareja en el palacio de La Zarzuela que hoy cumple veinte años de matrimonio y, pese a la montaña rusa en la que vive nuestro país, lo está haciendo muy bien. En la peor de las situaciones, con el enemigo en casa conspirando para aniquilarlos, Felipe VI y la Reina Letizia sobreviven con nota en medio de la galerna. Se casaron un día de tormenta primaveral en 2004, dos meses después de un brutal atentado que dejó 192 muertos, y su periplo no ha sido sencillo, ni se lo han puesto fácil, a veces desde su entorno familiar.
El Monarca subió al trono en 2014 para suceder a su padre, cuya labor a favor de la democracia en España era admirada en todo el planeta, menos en la izquierda antisistema de este país, en comandita con el separatismo. De hecho, la abdicación de Don Juan Carlos pudo realizarse con normalidad gracias a que esa ola antipatriota todavía no había llegado al poder. Cuatro años después de la impecable sucesión en la Corona, aquellos enemigos de la Monarquía parlamentaria se instalaron en el Gobierno de España, desde donde conspiran hoy contra nuestro sistema de Estado.
En la Nochebuena última el discurso real fue una bofetada sin manos en los carrillos del régimen político instaurado por Pedro Sánchez. El Rey está en su sitio, a diferencia del jefe del Gobierno, la presidenta del Congreso y otros poderes del Estado que se levantan cada día soñando con mandarlo a Estoril. A Sánchez le resbala lo que pueda decir el Monarca. Pero a los españoles no, porque saben que el Rey Felipe es el símbolo de la «unidad y permanencia» de la nación y «mando supremo de las Fuerzas Armadas». Vamos, nuestro último dique de supervivencia.
Pero junto al jefe del Estado hay una mujer que, pese a que no responde a los convencionalismos que algunos sectores reclaman, se ha adaptado con bien a su función representativa y ha ayudado al Rey significativamente, sobre todo en la educación de sus dos hijas; en la formación de la princesa Leonor se ve a todas luces que el resultado es excelente. Nadie apostaba por su adaptación al ecosistema de la realeza, pero ahí está, cierto es que sin recoger la misma empatía que su marido e hija mayor, pero cumpliendo correctamente con su papel de Reina.
La esposa de Don Felipe fue juzgada con hostilidad desde primera hora. Es lógica la discusión sobre si un Rey puede casarse o no con quien quiera; las normas dinásticas decían que no y por ello el primogénito de Alfonso XIII tuvo que renunciar al Trono para poder contraer matrimonio con una mujer que no era de sangre real. Desde entonces, todos los titulares de la Corona lo han hecho con «iguales». Hasta Don Felipe. No obstante, tras el fallecimiento de Isabel II, ya no queda una sola Monarquía europea que no haya roto con ese precepto: desde su hijo Carlos III a Carlos Gustavo de Suecia o Harald de Noruega, por no hablar de los matrimonios de las segundas generaciones: los ya Monarcas Federico de Dinamarca y Guillermo de Holanda son claros exponentes. Superada esa controversia, definitivamente más propia de círculos endogámicos, lo cierto es que la experiencia vital de doña Letizia anterior a sus nupcias, parecida a la de muchas mujeres de su edad, lejos de ser un lastre se ha convertido en uno de sus mejores activos, que complementa perfectamente la labor institucional que comparte con su marido.
Ahora, un oportunista de cuyo nombre no quiero acordarme, ha escrito un bodrio, aunque él lo llame libro, cuyo meollo está en despellejar a la Reina por la razón imperdonable de que ¡oh, sorpresa! tiene pasado. Pero nada importa al zafio gacetillero si es verdad o no lo que le cuentan sobre la madre de la Princesa de Asturias, lo que cotiza es crear un espantajo con Doña Letizia plebeya y divorciada, cubierta con toda suerte de injurias –las de prepotente y agresiva se me antojan como las más tibias.
Las sucias insinuaciones impresas en ese libelo harían vomitar a cualquiera, a no ser que sea el repugnante cómplice del panfleto: un expariente político de la Reina cuyo testimonio construye un relato asqueroso, impropio de cualquier persona con lo mínimo que den de decencia. El hecho de que las calumnias contra la esposa del Rey hayan poblado los digitales del separatismo y llenado horas de telebasura responde definitivamente a la pregunta del millón: cui prodest? Por eso, conviene dejar bien sentado que subirse a ese carro de quienes dicen defender la institución es colaborar a enterrarla. Y no necesitamos más sepultureros de la Monarquía. De hecho, nos sobran.