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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

La muerte en espectáculo

Nos merecemos lo peor que venga. Recordemos. Si es que aún nos queda alguna neurona no enferma: «la libertad del pueblo está en su vida privada; no la perturbéis»

«La libertad del pueblo está en su vida privada; no la perturbéis». Corrían tiempos muy duros. Y el que enuncia ese axioma percibe ya, en 1794, que su destino está sellado. Ha sido protagonista, demasiado joven, de los momentos más mortuorios de la Revolución. Y tal vez sólo sobre la conciencia su ambiguo colega Robespierre pesan más sombras de cadáveres que sobre la suya propia. Pero Louis-Antoine de Saint-Just, a los 26 años, sabe su momento llegado: la muerte –que él mismo ha sembrado con tanto desapego– lo cerca ahora. Y es demasiado arrogante para huir: él, que hizo caer testas coronadas e impuso temeroso silencio a la rugiente Asamblea, no puede permitirse rehuir el torrente de su destino. «El día en el que esté convencido de que es imposible darle al pueblo francés costumbres suaves, enérgicas, sensibles e inexorables con la tiranía, me apuñalaré». No hizo falta. Se entregó a la guillotina como quien se abraza a un consuelo. Negándoles a sus soldados permiso para liberarlo. Pero dejó esa nota. Premonición horrorizada de lo que venía. No, «no turbéis la vida privada». Es el lugar sagrado del ciudadano. Violada ella, ninguna libertad, ni aun la más tenue, sobrevive. Tampoco, moral alguna.

Me volvió a la memoria el axioma, hace un par de días. La noticia era, en apariencia, nimia. Pero los síntomas que expresa revelan una enfermedad muy profunda, quizá la más honda de nuestro tiempo. Puede que la más funesta.

La madre de un hijo asesinado –había escrito primero «horriblemente», pero no, no hay adverbio ni adjetivo que puedan añadir nada a lo que dicen al imaginario humano esas tres palabras, «un hijo asesinado»– interpela a eso que llaman una «plataforma» de entretenimiento televisivo online. ¿Los hechos? La plataforma habría introducido medios técnicos en la prisión de la persona condenada por el asesinato del crío. ¿Su intención? Construir, con las imágenes que esos medios proporcionasen, sumadas al ingente material de archivo y a la cháchara, debo pensar que fuertemente sentimental, de los «especialistas» en dolor humano, un espectáculo mediante cuya proyección en serie confortar emotivamente a los espectadores en las aburridas tardes del fin de semana.

La muerte como diversión ha sido siempre fuertemente deleitosa por las mentes inanes. Y, de aquel París de 1794 que evocaba al principio de esta columna, puede que la imagen más glacial fuera la de las «tricoteuses», las venerables señoras mayores que, con su labor de punto, se sentaban a ver caer las cabezas en el cesto de la guillotina, mientras tejían toquillas o pañales para sus nietecitos. Nuestras –y nuestros, por supuesto– tricoteuses no corren siquiera el riesgo de agarrarse un resfriado en los días lluviosos de la plaza pública, ni el desagrado de ser salpicados directamente por los restos de la sangre. Desde el confort del sofá en el saloncito, la sangre no huele. Y los sentimientos rezuman una ternura amistosa.

Debería decir que es anonadante que una empresa de espectáculo busque hacer dinero con ese tipo de dolor familiar. Y que se atreva a hacerlo, incluso, contra el veto explícito de los afectados. Pero no, no me asombra. Sé que hemos reducido el cruel mundo a una mala farsa escénica en tonos cursis, apta para ser digerida a la hora de la comida o de la cena. O antes de ir a la cama sin que la amable atrocidad, envuelta en los tonos justos, le quite a nadie el sueño.

Hemos perdido el mundo. Lo hemos suplantado por las pantallas. Que nos hacen imbéciles. Y malos. Nos merecemos lo peor que venga. Recordemos. Si es que aún nos queda alguna neurona no enferma: «la libertad del pueblo está en su vida privada; no la perturbéis».