Aragón, 1 - Cataluña, 0
En los años setenta u ochenta, probablemente la súper inversión habría acabado en Barcelona, pero cuando te dedicas a mirarte a tu ombligo y ponerte borde…
El miércoles, cuando vi la noticia en la redacción de El Debate, busqué a mi compañero el subdirector Jorge Sanz, que es amigo del rigor: «Oye, ¿tú crees que esto estará bien? ¿No nos habrá bailado un cero? Quince mil setecientos millones es una salvajada de pasta…». Pero Jorge me lo ratificó: «No, no, es así, seguro».
Realmente era algo increíble: Amazon anunciaba una inversión de 15.700 millones en Aragón para levantar y mantener un gran centro tecnológico, el mayor de los que tendrá en el sur de Europa. La magnitud de la cifra se acrecienta si se recuerda que el presupuesto anual de la comunidad autónoma es de 8.500 millones. La decisión de Amazon se calcula que creará 17.500 empleos a tiempo completo en España, de los que 6.800 se radicarán en Aragón. Un notición para la región.
Aragón tiene una ubicación geográfica excelente, estratégica: salida rápida a Francia y excelente conexión con Madrid, Barcelona, Navarra y el País Vasco, todo a un paso. Pero ese factor siempre ha estado ahí. Aragón ofrece algo más: es un lugar afable y sin problemas, que encarna la España prototípica (es sabido que cuando una marca quiere testar un nuevo producto lo hace en Zaragoza, pues los estudiosos del márketing creen que allí se encuentra el español estándar).
Si una multinacional de tecnología puntera hubiese aterrizado en España en los años setenta u ochenta, a buen seguro habría elegido Barcelona, pues por entonces encarnaba la punta de lanza del país, nuestro anclaje en la modernidad. Pero hoy Amazon pasa de largo y se marcha a Aragón, que ofrece una política estable y moderada (antes con el centro izquierda de Lambán y ahora con la coalición de derecha que preside Azcón) y donde de entrada no te van a dar la murga con una obsesión identitaria provinciana, que choca con la apertura e integración fácil que demandan los profesionales en movimiento.
Nadie quiere mudarse a un sitio donde tus hijos no pueden educarse en el idioma oficial de país, que es además uno de los tres más hablados del mundo, pero que insólitamente está perseguido en las escuelas de esa región española. Nadie quiere añadir a las exigencias ordinarias de su día a día el tener que hacer equilibrios para no enajenarte la antipatía de un sector obsesionado con su «identidad nacional», que intoxica toda la vida pública y privada con esa obcecación casi fanática. A todas las multinacionales les suscita dudas instalarse en una región donde sus mandatarios proclaman que quieren separarse de una gran nación europea puntera para crear un pequeño país, enfurruñado con sus vecinos de siempre y que arrancaría con sus arcas públicas quebradas.
Si haces un esfuerzo tenaz por mostrarte antipático y hostil acabas creando antipatía, es el precio inevitable. Mirarte al ombligo y ponerte borde no lleva a ningún sitio y es una lástima que el inteligente y valioso pueblo catalán se haya dejado engatusar durante tanto tiempo por los vendedores del crecepelo identitario.
Zaragoza va como una moto mientras la extraordinaria Barcelona se va entumeciendo bajo una pátina de nacionalismo paleto. En manos de los catalanes está cambiar de ruta y darles algún día una metafórica patada en el trasero a los del lacito amarillo, el España nos roba y el cargante victimismo xenófobo.