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Pecados capitalesMayte Alcaraz

Cuando la 'Complu' no regalaba cátedras

La universidad pública no era, como ahora, cepa de podemitas –hoy venidos a más a fuerza de hacer a sus seguidores de menos–, escenario de escraches fascistas contra los que no son «progres»

Actualizada 01:30

La muerte de la memoria, como la de cualquier hombre, en palabras de John Donne, nos disminuye a todos. En los estertores de los ochenta, la Universidad Complutense era para los veinteañeros –y no solo madrileños– el último piso, el más ansiado, la tierra promisoria a la que podías llegar tomando el ascensor social. Acceder a sus aulas borraba de un plumazo la desigualdad social y te convertía a ti, hija de un obrero con letras interminables en el banco, en compañera del heredero de ese mismo banco. Solo tenías que afanarte, corresponder a la beca otorgada y soñar con poder ayudar con tu futuro sueldo a tus padres a soportar la hipoteca del piso de sofás de escay y pañitos sobre la tele. El mejor premio venía cuando tu ansiado salario superaba al de tu padre y él presumía ante los amigos de la primera licenciada universitaria en la familia.

No era fácil el camino. Apretar en el instituto; subir la nota en COU para que la media permitiera entrar en la Facultad; consumir todas las existencias de tila de la casa mientras preparabas la Selectividad; pedir una beca para conseguir plaza en la Complu y, si te la concedían, no decepcionar en casa, ambición que era compatible con disfrutar de la vida universitaria como Dios mandaba y manda: a veces desgastando las incómodas sillas de la cafetería hasta hacerlas ergonómicas comiendo los insufribles menús de grasa y ganga o dormitando en la biblioteca ante la sabia mirada de los libros, impacientes por ser absorbidos e indolentes por nuestro incontrolable abandono. Tiempos que guardan entre sus intersticios inmaduros amores de juventud, desvelos de gente humilde y trabajadora e incansable entrega de profesores barbudos e inspiradores.

Los de la generación del baby boom llegamos a donde no habían ni soñado nuestros padres. A caballo entre abuelos que sufrieron la guerra y padres que habían cedido y concedido todo para llegar a una transición venturosa, el ascensor se abrió para que ascendiese todo aquel que, al margen de su renta, tuviera ganas de mejorar las precarias condiciones familiares. La universidad pública no era, como ahora, cepa de podemitas –hoy venidos a más a fuerza de hacer a sus seguidores de menos–, escenario de escraches fascistas contra los que no son «progres», pasto de los prejuicios sectarios de la izquierda, ni la ciencia del saber donde enseñan que por ser mujer del César te puedes saltar todos los procedimientos académicos para, sin estudios, llegar a catedrática.

Hoy esa Universidad, con la exigencia de excelencia por los suelos, es un brazo más de la izquierda para hacer a sus estudiantes –con honrosas excepciones– más tontos, más acríticos, incapaces de tener un pensamiento elaborado. Porque no hay nada más revolucionario que ofrecer las herramientas de la educación a una persona económicamente humilde. Escuchar a su actual rector, Joaquín Goyache, decir que ni sabe ni le importa de dónde salió el dinero de la «cátedra» de Begoña Gómez es un monumento ecuménico al bochorno. Con este cimbel ahí, habría que cambiar el lema «la libertad ilumina todas las cosas» por «ni lo sé ni me importa».

Hoy, cuando la izquierda alardea de apoyar a los más vulnerables, en esa Universidad está triunfando el que tiene padrino. Y si el padrino es el presidente del Gobierno, cualquiera puede ejercer un magisterio rozando la agrafía, usar una plataforma universitaria pública para adornar un currículum mediocre, registrar a su nombre el sistema informático para empresas en lugar de inscribirlo al de la Complutense, mientras el presidente se convierte casi en el CEO de las bondades de la empresa de tu patrocinador. Resulta evidente que Begoña, hija de una familia acomodada con negocios disolutos, no necesitó tomar ningún ascensor social. Con el himeneo le ha sido suficiente.

Estamos ansiosos de escucharla el día 5 de julio ante el juez Peinado; contará el enésimo cuento de la Factoría de Moncloa. Ella, tan proclive a dar saltitos el 8-M y a envolverse en la agenda de una izquierda volcada en los problemas minoritarios soslayando los mollares, ¿qué le va a importar que la Universidad Complutense haya dejado de ser un recuerdo feliz de los que no teníamos padrino para convertirse en otro botín más del régimen?

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