Europa: los años terminales
De todo eso dicen ir las elecciones europeas. Aunque algunos pensemos que, salvo para pagar sueldos políticos, no sirven para nada. Estrictamente para nada. «Lo viejo se muere». «Lo nuevo no logra nacer»
En sus anotaciones carcelarias del año 1930, doy con un elíptico pasaje de Antonio Gramsci que parece hubiera sido escrito para las vísperas electorales de este fin de semana: «en rigor, la crisis consiste en el hecho de que lo viejo se muere y lo nuevo no logra nacer; en ese interregno se verifican los más variados fenómenos mórbidos».
Europa estaba ciertamente descompuesta en 1930. La Gran Guerra del 14 había demolido toda la eufórica ola ilustrada del cambio de siglo. Las grandes civilizaciones se habían descubierto, había escrito Paul Valéry en 1919, súbitamente mortales. Y, en esa sombría revelación, Europa «ha percibido, a través de todos sus núcleos pensantes, que ya no se reconocía, que había dejado de parecerse a sí misma». La arrogante Europa, asentada sobre la intemporalidad de su patrimonio, había zozobrado. Y nada, en aquella inmediata postguerra, permitía atisbar un arribo a puerto verosímil. «Tan fuerte ha sido», concluye el poeta francés, «la oscilación del navío que las lámparas más firmemente suspendidas se han venido abajo». Era el mundo en el cual «ya nadie puede decir quién estará muerto o vivo mañana en literatura, en filosofía, en estética». Como la Sibila del Satiricón de Petronio, Europa deseaba morir.
No erraba Valéry en su diagnóstico. La espuma de euforia que sigue al fin de las grandes matanzas duró poco tras 1919. La gran depresión, primero; al cabo, la Segunda Guerra Mundial. Y, entre 1939 y 1945, Europa siguió acumulando cadáveres en cifras que nadie hubiera llegado a imaginar nunca. Europa perseveraba en el suicidio. Los grandes totalitarismos, en Rusia y Alemania, pusieron el instrumento exacto para lograrlo. Y el culto de la inteligencia y la belleza, que había nacido en la Grecia de hacía dos milenios y medio, fue apagándose. Hoy, paseamos tan sólo entre sus cenizas: turistas de nosotros mismos.
Finalizada la Segunda Guerra Mundial, Europa volvió a vivir el espejismo de soñarse una opulencia. Con la cual olvidar aquel arrebato de muerte, del cual hubo de ser salvada, tal vez contra su voluntad, por el empecinamiento británico y la determinación militar estadounidense. Y las tres décadas que siguieron al final del gigantesco exterminio, fechan el más vertiginoso ascenso de su historia. En lo económico, lo artístico, lo literario, en la mutación asombrosa de la vida cotidiana, Europa va a vivir, entre el relanzamiento de 1946 y la crisis petrolera de 1973, sus años dorados. Jean Fourestié los bautizará –con expresión llamada al éxito– como «los treinta gloriosos». Pero, de aquella gloria efímera, hoy no queda nada.
La UE ha sido el último esfuerzo para salvar ese gran transatlántico que –por recuperar la metáfora de Valéry– hace aguas por todos sus costados. Europa no produce. No, al menos, de un modo que pueda competir rentablemente con los grandes centros de la economía mundial. Europa dejó hace mucho de ser una referencia intelectual para nadie. Sus universidades no admiten comparación con las del otro lado del Atlántico. La excelsitud de sus artistas, sus pensadores, sus músicos, sus poetas es tan sólo arqueología. Muy poco de lo que nos fascina en literatura, en cine, en música, en pintura proviene del continente. Hemos quedado en un colosal parque temático, por el que van dejando sus ahorros veraniegos turistas en busca del exotismo de un mundo extinto. Y, así, Europa vive hoy de ir malvendiendo las postreras joyas de una vieja dama muerta.
¿Hay un futuro para Europa? Lo cual es lo mismo que preguntar: ¿hay un futuro, ya que no para nosotros, al menos para nuestros hijos? Con los datos demográficos y económicos del continente en la mano, es difícil dar a esa pregunta una respuesta que no mueva al desaliento.
De todo eso dicen ir las elecciones europeas. Aunque algunos pensemos que, salvo para pagar sueldos políticos, no sirven para nada. Estrictamente para nada. «Lo viejo se muere». «Lo nuevo no logra nacer». Es ciertamente, el nuestro, un tiempo mórbido.