Pujol, aquel héroe locuelo
Su vida resulta tan novelesca que ni un guionista de mente calenturienta se habría inventado algo así
Hoy se cumplen 80 años del día D en las inacabables playas de Normandía, el mayor desembarco militar de la historia y una –triunfal– escabechina. Los aliados lograron su objetivo de abrir brecha en el inexpugnable telón alemán, pero con un coste terrible: 45.000 soldados muertos en la Batalla de Normandía (más los miles y miles de heridos y desaparecidos). En el otro bando cayeron 30.000 combatientes de Hitler. Además, perdieron la vida unos 12.000 civiles franceses.
Sin embargo, todo habría resultado todavía más mortífero para los aliados de no haber mediado las trolas y enredos de un pintoresco liante español. Se trataba de un barcelonés de 1.60 de talla, calva prematura y mirada pilla y movediza. Su primer oficio había sido el de sexador de pollos y acabaría convirtiéndose en un espía de leyenda bajo el alias de Garbo para los ingleses y de Arabel o Rufus para los mandos de la Abwehr, el espionaje alemán.
Juan Pujol García supone un caso único. El 29 de julio de 1944, los alemanes le comunicaron que le concedían la Cruz de Hierro por sus «extraordinarios servicios a Alemania». Unas semanas después, en una ceremonia secreta, los británicos lo elevaron a caballero de la Orden del Imperio Británico por su ayuda contra los nazis. El agente doble perfecto.
«Lo que hice en el Día D fue mi pequeña contribución a la historia del siglo XX», comentaba en 1985 un ya setentón Juan Pujol, cuando asomó a la luz cuarenta años después de que su familia, incluidos sus dos hijos, lo diesen por muerto tras un engaño orquestado por él mismo.
Pujol nació en 1912 en una familia barcelonesa de clase acomodada y talante liberal moderado. Él salió un chaval intrépido, amigo de las emociones fuertes, y se enroló en la Guerra Civil en filas republicanas. El comportamiento de los soviéticos le asqueó y se pasó a los nacionales después de conocer a una valiosa y guapa lucense, Araceli González Carballo, que ejercía de secretaria del gobernador del Banco de España en el Gobierno de Franco en Burgos. Se casaron y pronto tuvieron dos hijos.
En 1940, los alemanes matan a tiros a un hermano de Juan Pujol cuando está haciendo fotos de su entrada triunfal en París. Pujol experimenta así en primera persona los daños de dos grandes totalitarismos del siglo XX. Al rechazo que sentía hacia los comunistas rusos suma ahora su odio a los nazis, lo que lo lleva a simpatizar con la democracia inglesa. Por entonces se encuentra en Madrid, donde trabaja como gerente de un hotelito, y se planta en la Embajada británica ofreciéndose como espía. Los ingleses lo toman por un chalado. Ni caso.
Pujol decide entonces probar por otra vía y hacerse doble agente. Acude a la Embajada alemana, donde se declara el más rendido admirador de Hitler y se ofrece para irse a Inglaterra a espiar para ellos. Contra pronóstico, aceptan.
Pero Pujol, mentiroso patológico, lo que hace es mudarse con su familia a Lisboa, asegurando a los alemanes que ya se encuentra en Inglaterra espiando a sus órdenes. Sirviéndose de una tabla de horarios del ferrocarril inglés, una guía de viajes por Gran Bretaña y lo que ve en los noticiarios del cine, comienza a enviar a la Abwehr detallados informes perfectamente inventados. Su morro es tal, que sin salir de Portugal pronto fabula con que ha creado en el Reino Unido una red de una docena de agentes pro alemanes, con los que supuestamente trabaja codo a codo sobre el terreno: una venezolana bien colocada en Escocia, un fascista galés, un sargento estadounidense que habla de más en los pubs… Los alemanes le compran su mercancía averiada.
En la primavera de 1942, la mujer de Pujol traba contacto con el agregado militar estadounidense en Lisboa y lo convence para que apoye a su marido en su sueño de irse a Inglaterra a enrolarse en el espionaje británico. En abril desembarcan en las islas. Pujol, ahora el agente Garbo, inicia así su fascinante y casi insostenible doble vida. Los alemanes creen que trabaja para ellos, pero en realidad sirve a los ingleses, desquiciando a veces a su controlador, Thomas Harris, como cuando una pelea doméstica con su mujer gallega está a punto de provocar que ella lo desenmascare ante los alemanes.
La Operación Fortitude fue el plan de los aliados para engañar a los alemanes haciéndoles creer que el desembarco se llevaría a cabo en el paso de Calais, a 246 kilómetros del objetivo real de los arenales de Normandía. Y ahí juega un papel estelar Pujol, nuestro ex sexador de pollos. Envía 500 mensajes a la Abwehr alertándoles de lo que se les viene encima en Calais. Incluso se inventa un falso ejército al mando de Patton preparado ya en Essex y Kent para un inminente desembarco. En una jugada maestra, para darle un toque de verosimilitud a todo, comunica a los alemanes, cuando ya no pueden reaccionar que podría haber un cambio de última hora optando por Normandía, aunque les sigue recomendando seguir muy atentos a Calais. Sus cables ayudarán a que los germanos no concentren todas sus tropas en lugar real del desembarco. Pasada la batalla de Normandía, lo notable es que Pujol acaba condecorado por los dos bandos.
Personaje novelesco, aburrido de su matrimonio y temeroso de represalias por su rol como doble agente, decide poner tierra de por medio. Finge que ha muerto de malaria en Angola y emigra a Venezuela, donde iniciará una nueva vida con otra familia y al frente de una librería.
Ya mayor, en 1985, tres años antes de morir en Caracas, a Pujol le da la morriña europea y viaja a España a ver a sus hijos. A uno de ellos se lo encuentra convertido en un señor de 47 años cuando lo había abandonado a los siete. Su irrupción supone un shock para los suyos. Pero el viaje le servirá para recibir en Inglaterra en público los homenajes secretos de cuatro décadas antes, incluida una recepción con el Duque de Edimburgo.
Descanse en paz Juan Pujol, genial y locuelo héroe español, que se hizo grande en las tinieblas de la peor guerra de la historia.