Envidio a los que pueden
Si hubiera nacido en Malta o en Irlanda, ni siquiera me habría visto constreñido a utilizar listas, aunque modificables, ya elaboradas: y construiría yo mismo el repertorio. Hubiera entonces dado mi voto a quien me hubiera dado la gana
Si yo hubiera sido italiano, o polaco, u holandés, hubiera podido tachar de la papeleta impresa bajo las siglas de un partido los nombres de los sujetos a los que me resultara indeseable regalar sueldo y privilegios en Bruselas. Hubiera dejado sólo a los escasísimos a quienes juzgara fiables y les hubiera añadido algún que otro nombre incluido en otras listas y que me pareciese digno de confianza. Si hubiera nacido en Malta o en Irlanda, ni siquiera me habría visto constreñido a utilizar listas, aunque modificables, ya elaboradas: y construiría yo mismo el repertorio. Hubiera entonces dado mi voto a quien me hubiera dado la gana. Sin limitaciones ni sugerencias. Combinando las diversas listas españolas, me salían tres o cuatro nombres dignísimos: ya es mucho. Y no hubiera tenido que cargar con el soponcio de, para expresar mi asco hacia el presidente español y su amada esposa, tener que poner en una urna una secuencia completa de nombres obligados que, en el menos malo de los casos, me resultan tediosos.
¿Qué justificación puede dar la tan garantista Unión Europea a este desprecio de un altísimo porcentaje de los ciudadanos que tenían que elegir ayer eso a lo que llaman un «parlamento» y que no va, en realidad, demasiado más allá de un fastuoso balneario para funcionarios de partido que ansíen vivir de la sopa boba? ¿Por qué extraño milagro serían políticamente lo bastante maduros para votar por pura iniciativa propia tan sólo los ciudadanos italianos, polacos, holandeses, malteses o irlandeses? ¿Por qué todos los demás debemos ser tratados como menores de edad, a los cuales se fuerza a hacer uso de una plantilla impuesta por sus «mayores» –esto es, por sus amos políticos– como condición de voto?
Es la vergüenza mayor de la Unión Europea. Y su déficit democrático más inocultable.
Lo más normal es que eso mueva masivamente a la abstención: la habitual casi siempre en estos comicios. Pero la abstención no era, esta vez y en España, moralmente asumible. Un primer ministro hoy, para salvar los negocios de su cónyuge, está dispuesto, no ya a destruir los fundamentos constitucionales; está dispuesto a emprender el camino de un referéndum regional que, con la independencia de cuatro provincias, pondría punto final a la historia de la nación. Y, frente a eso, hasta ceder una papeleta a los mayores mediocres queda justificado. Porque es inevitable. Pero deja en las neuronas de quien lo hace el amargo regusto de haber cargado, por mal menor, con una estafa.
Como tantos otros, supongo, he votado contra Sánchez. Por un principio irrenunciable de higiene democrática. Y, antes que eso, por un imperativo moral: el horror hacia quienes se benefician en familia del patrimonio público. Pero no me engaño; para hacerlo he tenido que aceptar algo que va contra natura: usar una papeleta repleta de nombres que me son, moral y políticamente, ajenos. Y eso es algo que nunca creo que pueda perdonar al sistema electoral que me lo ha impuesto.
¡Qué fortuna, ayer, haber sido polaco, italiano, holandés, irlandés o bien de Malta!