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Perro come perroAntonio R. Naranjo

Sánchez, el caudillo inmortal de una España mortal

Quizá debamos asumir que la única manera de acabar con el sanchismo es dejar de mantenerlo, aunque nos cueste la vida

Sánchez llegó a las elecciones europeas con su mujer imputada por montarse un chiringuito público y hacerlo prosperar gracias a su marido; con su hermano investigado, con un trabajo a dedo que no ejerce presencialmente y empadronado en un pueblo portugués para pagar menos impuestos; con la amnistía de Puigdemont aprobada; coaccionando a jueces, insultando a periodistas y animalizando a la oposición.

Y apostando, como nadie desde Largo Caballero, por un choque entre dos Españas recreadas por él a fuer de soflamar viejas heridas cicatrizadas y destruir puentes consolidados con el espíritu de la reconciliación y las ganas de convivencia.

Con ese currículo, al que hay que sumarle estropicios económicos, legislativos e internacionales de dimensiones épicas, Sánchez ha logrado, sin embargo, un resultado estremecedor.

No gana, porque no gana nunca, pero pasa de ronda siempre por la acumulación de factores a su favor: manipula el marcador, marca en fuera de juego y con la mano, alinea a trece jugadores, altera la moviola para tirar penaltis inexistentes, pone al árbitro a su servicio y cambia las reglas sobre la marcha, para que sus goles valgan doble y los de sus rivales la mitad.

Pero por encima de todo eso, tiene una grada rendida al negocio que les propone, carente de amor y de honor, pero generoso en el intercambio de dádivas: unos dan el voto, y el otro dinero, leyes y concesiones ignominiosas.

Sánchez se compró la Presidencia pagándole a siete diputados de Junts lo que le exigían, y esa misma táctica la ha utilizado sector a sector: funcionarios, jóvenes, pensionistas, subsidiados eternos y vulnerables profesionalizados se han convertido, en un número apreciable, en meros clientes de un servicio que cobra en votos y paga al contado, a los que hay que sumarles los sentimentales que son del PSOE como lo son del Atleti o de la Ponferradina y definen su identidad en esa adscripción emocional al margen de todo razonamiento.

Si a todo se le añade el respaldo de las minorías parlamentarias, irrelevantes en términos cuantitativos pero decisivas por una Ley Electoral que le permite al 5 % de la población imponerse al 95 % restante, la conclusión es irrefutable: Sánchez no es querido, produce un rechazo sin precedentes y su balance es una calamitosa secuencia de estragos y ofensas; pero ha dado con la fórmula aritmética perfecta para perpetuarse.

No existe una «mayoría social» detrás del líder socialista, como tampoco se le opone una «internacional ultraderechista» representada en España por el PP o Vox, pero sí se ha conformado una Unión Temporal de Empresas capaz de identificar cuál es el negocio, repartirse los dividendos y satisfacer los objetivos de cada parte, juntas en esto aunque luego ni se saluden.

El sanchismo no es una ideología, pero sí es un sistema de reparto que se alimenta del abuso solidario entre los miembros de la sociedad, a costa de las necesidades elementales del contrario, convertido en financiador de una fiesta que le explota, le excluye, le insulta y finalmente le persigue, porque ésa es la única manera de sobrevivir y eternizarse.

Hecho el diagnóstico, queda pendiente de averiguar la terapia adecuada para lograr la cura, con la desasosegante conclusión provisional de que la única manera eficaz de detener la epidemia es dejar morir a quien, involuntariamente, la sostiene.

Cuando no quede nadie para pagar las rondas, los usuarios de la barra libre que es la España de Sánchez quizá descubran que su sed, de venganza, de vagancia y de ganancia, no puede ser ya saciada.