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Cosas que pasanAlfonso Ussía

Hardy

Otra cosa es Françoise Hardy. No sólo se ha ido ella, sino una parte inolvidable de nuestras vidas de ayer, cuya memoria forman las columnas de nuestras vidas de hoy. Siempre nos quedará su estética de aquellos años

Françoise Hardy ha fallecido. Era sosa y elegantísima. Los amores de la juventud se olvidan o cambian de color. Para mí, Françoise Hardy siempre será un junco melancólico en blanco y negro. A todos nos han besado nuestras parejas bailando «Tous les Garçons et les Filles de mon âge», y más de uno se ha llevado un tortazo por provocar excesivos roces y cercanías. Tenía una voz agradable, un tono agradable, una elegancia agradable y un saber estar agradable. Además, tímida y bohemia. Bohemia bien peinada, lavada , vestida de oscuro y siempre de paso. «Le fin de l´eté». Su recuerdo me lleva a la memoria de los mejores tiempos de San Sebastián. Tenía el Real Club de Tenis de San Sebastián un gran presidente, Javier de Satrústegui y Petit de Meurville. Sus amigos de Biarritz y San Juan de Luz le informaban de los cantantes de moda contratados para actuar en el sudoeste francés. Y Satrústegui aprovechaba su estancia para llevar a las grandes estrellas de la canción francesa a las «fiestas o galas de los lunes» en el club de Ondarreta, falda de Igueldo. Y gracias a él disfrutamos de Charles Aznavour, Jhonny Holliday, Silvye Vartan, Mirelle Mathieu, Hervé Vilard, y Fraçoise Hardy. Falló Georges Moustaki, por considerar que el auditorio del Tenis era demasiado pequeño para su grandeza musical.

Moustaki cantaba «Le Metéque», «Le Facteur», «Nous sommes deux, nous sommes trois», «Le train», casi todas ellas canciones de Mikis Theodorakis, el gran compositor griego que se instaló en París durante unos años. Mis preferidas, Silvye Vartan y Françoise Hardy, tan diferentes. La primera cantaba regulín, con poca voz, pero era una belleza de origen búlgaro, con los piños separados y movimientos de hayedo. Y la segunda, el árbol soso y bellísmo, que cantaba con una naturalidad pasmosa y una sonrisa tímida y distante. Su canción «Mon amour, adieu», provocó un ataque de desesperado amor en mi amigo Eugenio Egoscozábal, que irrumpió en el escenario para tomarla entre sus brazos y llevársela a su casa como los viejos guerreros hacían con las doncellas que rescataban del secuestro del dragón en los castillos más tenebrosos. Françoise Hardy no supo interpretar la presencia de Eugenio en el escenario, y se amparó tras las cortinas que daban a las bambalinas. Tranquilizada, reapareció, repitió «Mon amour, adieu»,y Egoscozábal, entre aplausos, le hizo entrega de un ramo de flores que todavía me pregunto de dónde lo sacó. Pero el final de fiesta no podía ser otro que «Tous les garçons et les filles de mon âge» que cantábamos todos, mientras rompían las olas en el malecón de Igueldo, que años más tarde enriqueció su proa de rocas con el Peine de los Vientos de Chillida. Nos quedamos sin Moustaki, pero Françoise Hardy se adueñó de nuestros recuerdos. En blanco y negro, para siempre.

Dicen que el periodismo consiste en anunciar en grandes titulares que Stanley Allen ha fallecido a miles de lectores que ignoran quien era y a qué se dedicaba el difunto Stanley Allen. Otra cosa es Françoise Hardy. No sólo se ha ido ella, sino una parte inolvidable de nuestras vidas de ayer, cuya memoria forman las columnas de nuestras vidas de hoy. Siempre nos quedará su estética de aquellos años. He visto una imagen de Françoise Hardy de los últimos tiempos, y mantiene la clase y la elegancia, pero no es ella. Y como es de justicia, en blanco y negro la lloro, en blanco y negro la añoro, y en blanco y negro le dejo estas palabras de gratitud en forma de elegía.