La última dama
Pero también la muerte se divierte llegando tarde a las citas. Y nada iba a ahorrarle a la más bella de las cantantes de los años sesenta los doce años de espera y sufrimiento que anteayer se cerraron. Los afrontó con rabia siempre explícita
En el año 2012, y a dos sólo de cumplir setenta, Françoise Hardy dio a la luz su disco de amor más intenso. Y el más desesperado. Cuando grababa L’amour fou («El amor loco»), estaba ya muy enferma. Sus diez canciones dejan acta de un testamento sentimental. La última de ellas es una despedida. De todo: esplendor y desdicha. Susurrada con una mesura conmocionante, Rendez-vous dans une autre vie («Cita en otra vida») hacía caer el telón de un último acto a punto, pensaba ella, de clausurar la función: «perdonen que me marche de puntillas / y sin preaviso. / Perdón por esta noche / y por las precedentes. / La comedia ha terminado».
Pero también la muerte se divierte llegando tarde a las citas. Y nada iba a ahorrarle a la más bella de las cantantes de los años sesenta los doce años de espera y sufrimiento que anteayer se cerraron. Los afrontó con rabia siempre explícita. Con resignación, nunca. Y a aquel supremo disco testamentario, le fue preciso añadir en 2018 un elíptico apéndice de últimas voluntades y perennes perseverancias: Personne d’autre («Nadie más»).
Vinieron después seis años de silencio, de cáncer de laringe, de linfoma, de encierro en su apartamento del XVIe parisino. Inaccesible. Anteayer acabó todo.
Fue bella. Seguía siéndolo a los ochenta, aun arrasada por veinte años de enfermedad. En el decorado festivo del pop francés de los sesenta, la suya era, por contraste, una belleza sombría, desganada: revestía mucho más el desapego de las viejas divas de postguerra que el colorismo de su contemporáneas. Bowie o Dylan podrían contar la fascinación con que aquel desapego contaminaba todo en torno a ella. Y aquella belleza hipnótica, de la que Frankenheimer hizo icono en su Grand Prix de 1966, podía hacer perder de vista a sus primeros productores la extraordinaria interprete que latía bajo las tonadillas pop con las que a punto estuvieron de arrumbarla. En vano. Apenas cuatro años después de su adolescente primer vinilo, Hardy tomaba los mandos de su carrera. E inauguraba su propia productora con un disco de título paradigmático por excesivo: Ma jeunesse fout le camp («Mi juventud se va al carajo»). Tenía 23 años.
En aquel LP que invocaba el advenimiento de la edad adulta y que incluía las composiciones del nombre más perenne en su vida, Jacques Dutronc, Françoise Hardy tuvo la arrogante osadía de incluir la canción que el mayor de los chansonniers, Georges Brassens, había compuesto, en 1953, sobre uno de los más bellos poemas franceses del siglo XX: aquel Il n’y a pas d’amour heureux («No hay amor feliz») que escribiera Louis Aragon en la tiniebla clandestina del año 1943. No conozco una versión más depuradamente poética que la de ella de aquel «nada para el hombre está por siempre adquirido. Ni su fuerza, / ni su debilidad, ni su corazón. Y cuando cree abrir / sus brazos, su sombra es la de una cruz».
«Nada amo tanto cuanto la herida / protegida por el muro / de sus apariencias», cantará la Hardy del 2000, en traslación de aquella desesperación sosegada del Aragon del 43: «¡Cuánto sufrimiento es necesario para la menor canción!». Y todos sus discos de madurez son eso: reflejos de una belleza distante, en la cual, «infierno y paraíso» se confunden, son lo mismo, para quien sabe mirar su hiriente vértigo, «ni demasiado de cerca, ni demasiado de lejos»; en el vértigo efímero del instante.