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Enrique García-Máiquez

Nos hundimos

No nos debe extrañar el estado ruinoso cuando los máximos responsables de lo público están pendientes de otras cosas

Ser columnista es un oficio muy serio, aunque sea por corresponderles. Ustedes nos regalan cada mañana un tesoro precioso, por el que las grandes tecnológicas suspiran: su atención. Hay cosas, en consecuencia, que un columnista no puede hacer. Pondré tres ejemplos. No puede usar los comentarios del periódico para discutir con sus lectores. Su tiempo es la columna. Si los lectores le aplauden y comparten su argumento, dice «gracias». Si los lectores no comparten su argumento y le rebaten, dice «lo siento» o no dice nada y procura explicarse mejor en otro artículo futuro. Lo segundo que no hace un columnista es sembrar su artículo de «yo piensos» o «yo creos», porque el lector ya sabe que lo que se escribe en un artículo de opinión es lo que uno opina. Rechacemos la redundancia. La tercera prohibición es aprovechar la columna para saldar cuestiones personales. Para eso están las hojas de reclamaciones. Aquí se viene a analizar la actualidad.

¿Voy a contravenir esta última regla? No, aunque lo parecerá. He hecho un viaje de tren que se hace en cuatro horas en cinco horas y media. Podría protestar en RENFE y no contarles a ustedes que nos tuvieron una hora de pie en Atocha esperando la salida que no se anunciaba, que en Ciudad Real nos hicieron cambiar de tren, que no sabíamos cuándo llegaríamos, que en un coche o dos se estropeó el aire acondicionado… Viajaban, como es natural, personas muy mayores y algunas con problemas de movilidad.

No lo contaría si fuese una anécdota o una aventura puntual (qué ironía de adjetivo). El problema es que el hundimiento de los servicios públicos en España se está generalizando en todas las áreas y en todos los ámbitos. No hallamos un rincón dónde posar los ojos que no sea un recuerdo de nuestra decadencia. Y esto sí es gravísimo, porque todos recordamos los tiempos en los que los servicios en España funcionaban como un reloj, y se nos llamaba, por nuestra profesionalidad, «los alemanes del sur».

Este hundimiento tiene, además, la naturaleza de círculo vicioso de los remolinos de los desagües. La mala calidad de los servicios públicos implica retrasos laborales o incumplimientos, energías desgastadas, disgustos, etc. No hablemos ya de la Sanidad. Ni de Correos. Y no pensemos en la Defensa. O en la Fuerzas de Seguridad del Estado.

No nos debe extrañar el estado ruinoso cuando los máximos responsables de lo público están pendientes de otras cosas. El caso del ministro del ramo, Puente, es clamoroso, siempre pendiente de la refriega política, como si fuese el community manager de la PSOE; y mientras las señoras mayores al sol en Ciudad Real cambiando de trenes retrasados. El caso de este ministro es muy chocante, pero es generalizado. Los políticos están dedicados a la política, de campaña en campaña, de escándalo en escándalo, de escandalera en escandalera. ¿Y quién gestiona?

La dejadez se contagia a la sociedad de arriba abajo. Si nuestros máximos responsables mienten impunemente, si delinquen con amnistías aseguradas, si se mofan de los jueces, ¿qué responsabilidad se puede exigir a los que tienen menos responsabilidades públicas, cobran mucho menos y gozan de menos privilegios?

Como antes o después (más pronto que tarde) usted se encontrará inmerso en un caso de imprevisión, incompetencia, desatención o maltrato, proteste por favor. Y haga un poco de proselitismo. Recuerde a sus compañeros de viaje e infortunio que no estamos ante un caso aislado, sino bajo las crecientes señales de un hundimiento que al principio sólo fue moral, después político, más tarde, jurídico, educativo, profesional, y que ya es estructural. Hemos de reaccionar, si no queremos una España de perfiles venezolanos y horarios tercermundistas.