Los cacatús
Don Federico, había descubierto las tribus de los tapajís, los tasabanis, los burúes, los cucurúes, los turunís, los tururúes, los malvasós de la orilla norte, los malvasós de la orilla sur, y los pichiplás
El célebre antropólogo, científico y explorador bilbaíno, nacido en Elanchove, Federico González Gazteluechabe, –hoy, si viviera, Federiko Gontzaletz Gazteluetxabe– descubrió a lo largo de su vida más de diez tribus de la familia de los niarunas durante sus viajes al Amazonas. El profesor González, que no se irritaba con las hormigas rojas, las arañas venenosas de la selva, las peligrosas serpientes, los alaridos del mono aullador, los dientes de las pirañas y los ojos amenazadores de los jaguares, no soportaba la mala educación. En su casa, tanto su esposa, Lorenza –hoy Lorentza– Corcóstegui –Korkostegi– D´Hendaye –de madre francesa–, como sus seis hijos, tenían terminantemente prohibido usar de voces y palabras malsonantes. Ejemplo diáfano el que sigue: su hijo Ramón, el mayor de todos los niños, se hizo pis durante un viaje desde Bilbao a la cercana localidad riojana de Ezcaray. No pudo aguantar el fluvial desahogo. Pero su educación le impedía negar las evidencias, y dirigiéndose a su padre, que conducía el viejo Studebaker familiar, lo hizo de esta manera. –Padre, me he «meau» en los pantalones. El profesor González enloqueció. –¡Un hijo mío no puede decir semejante barbaridad!
–Lorenza, nuestro hijo mayor merece un severo correctivo. Si al menos, hubiera dicho «meado», la cosa sería igual de grave, pero correcta en el uso verbal. Por ello, mañana mismo será internado en Lecároz para que aprenda a hablar sin soltar vulgaridades. Y el pobre Ramón, ingresó en el internado de Lecároz, donde los padres Capuchinos destacaban por sus castigos y collejas.
Don Federico, había descubierto las tribus de los tapajís, los tasabanis, los burúes, los cucurúes, los turunís, los tururúes, los malvasós de la orilla norte, los malvasós de la orilla sur, y los pichiplás. No contento con ello, viajó de nuevo al Amazonas, y haciendo caso omiso a las advertencias de las autoridades de Manaos se adentró en la selva del Río Negro, rumbo a las lagunas de Sabuazú.
Don Federico siempre se adentraba en la selva elegantemente vestido, con tonos verdes y marrones en sus prendas exteriores e interiores.
Y nada ni nadie le hacía retroceder.
Se hallaba tomando apuntes a la sombra de un enorme y vistoso árbol de la Plata, cuando se sintió rodeado de un grupo de indígenas desnudos y con muchas plumas en la cabeza. No supo identificarlos. Como hablaba diferentes dialécticos selváticos, pudo entenderse con un guerrero que se apoyaba en una cerbatana. Y el guerrero, con gran orgullo, le informó que se había topado con los fieros cazadores cacatús. Don Federico tenía gran experiencia y supo granjearse la simpatía de los antipatiquísimos cacatús, que no sabían sonreir. Consiguió hacerles alguna fotografía, y ciertamente, eran para salir corriendo y no parar hasta Manaos. Pero la noticia de su descubrimiento corrió como la pólvora, y a su vuelta a España fue homenajeado en el Centro Superior de Investigaciones Científicas de Madrid.
–¿Nos puede narrar su importante descubrimiento, profesor González?–. Más de mil científicos abarrotaban el gran salón de actos. Y don Federico, con su cristalina palabra, se dirigió a sus colegas.
«El hecho puede ser considerado inenarrable, pero me dispongo a narrarlo. Era una tarde de otoño, que allí no se diferencia en exceso de una tarde de verano. Contemplaba arrobado el bellísimo atardecer, mientras apuntaba datos y guardaba muestras de hierbas desconocidas. Los rayos del sol se filtraban entre los árboles, y volaban sobre mi cabeza ibis escarlatas, guacamayos, tucanes y bellos pajarillos de variopintos colores. ¡Oh –me dije-, qué belleza singular! Inesperadamente, cual sería mi sorpresa, surgieron de la maleza una veintena de indígenas de una etnia, hasta entonces, desconocida para mí y el resto de la humanidad. Portaban arcos, flechas y cerbatanas. Su lacio cabello se ensortijaba con objetos punzantes sobre sus cabezas. Atravesaban sus narices unas barras que según deduje, provenían de huesos de las manos de una especie de monos. Por lo demás, iban completamente desnudos cubriendo sus partes… que el natural pudor me impide nombrar, con unos tapacojones como no había visto en mi puta vida».
Y el pobre niño, en Lecároz.