...Y te sientes un poco tontolaba
Aquel chaval dejó una lección, manteniendo el ánimo, la ilusión y la sonrisa en una situación de una dureza extraordinaria
Disculpen, pero esta vez no les voy a dar la turra con las andanzas e invectivas de nuestros políticos. Se ha presentado un asunto más edificante.
Era la una de la tarde, o más o menos, y apareció rodando por la redacción de El Debate una silla de ruedas, con Andrés Marcio a bordo y pilotándola con un dedo. Cuando aquel chaval se marchó, una hora más tarde, había dejado tras sí un halo invisible de luz (y perdonen si me pongo un poco lírico-pastelero, pero es que así fue).
Andrés venía a hacer una entrevista, a contarle su historia a Clara, que lleva la sección de Familia. Su relato resultaría de una dureza angustiosa de no ser por él, que lo iba desgranando con una sonrisa muy coñona y con un buen humor a prueba de bombas. De hecho, guarda un cierto parecido facial con el cómico estadounidense Mike Myers, aunque su mímica es bastante más limitada: Andrés está paralizado de cuello para abajo y solo puede mover un poquito sus dedos. Padece una rarísima enfermedad congénita, la laminopatía, que provoca distrofia muscular y un peligroso crecimiento del corazón. Los pacientes que la sufren, solo diez en España, tienen un horizonte vital limitado y conviven con el riesgo de una muerte súbita en cualquier momento.
Pero el muchacho, de 21 años, y su familia decidieron aprovechar lo que tenían: una vida, con unas limitaciones físicas tremendas, pero una vida. «Menos salir a correr hago de todo», presume Andrés con su optimismo indestructible en un rótulo de su página web.
En su caso es cierto, pero porque se esfuerza con tesón para que así sea, y también quienes lo rodean. Está estudiando primero de Periodismo en el CEU. Su cuerpo no soporta la jornada lectiva completa, tiene que ir a poquitos. Pero ahí está. Ha entrevistado ya a alguna gente conocida y ahora se propone abordar a la Princesa Leonor, que imaginamos que cuando se entere no dejará pasar la ocasión de atenderlo.
Además, en su día hizo un curso para convertirse en entrenador de fútbol y narra con mucha guasa el triunfo de su equipo en alguna pachanga. Como todos los de su quinta mantiene sus redes sociales, aunque sus comentarios no son los habituales de su generación. En uno de ellos se limita a apuntar satisfecho: «Vivo un día más». Así es su calendario. Pero no practica el victimismo, no se recrea en esa autoconmiseración derrotista que enrarece nuestra era.
«El hombre es un lobo para el hombre», advierte una frase del clásico Plauto que popularizó Hobbes en el XVII. Es una visión incompleta del mundo. En su universidad, alumnos voluntarios ayudan a Andrés a transcribir sus trabajos y a tomar apuntes. María, directora comercial de una compañía y madre de dos hijos, conoció al chaval, le impresionó su forma de ser y ahora lo acompaña desinteresadamente en sus visitas a los medios, ayudándole a dar a conocer su fundación y su historia. Hay mucha gente buena por ahí fuera. Pero sus historias ni venden ni se cuentan. Sabida es la gran regla cínica del periodismo: las buenas noticias no son noticias.
Ver a Andrés recuerda lo importante que es respetar en toda circunstancia la dignidad de la vida humana, una bandera que por desgracia hoy ya casi enarbola en monopolio la Iglesia católica. Para la línea ideológica en boga en buena parte de Occidente, el mal llamado «progresismo», una persona como él sería pasto de lo que el Papa llama «la cultura del descarte».
Después de ver a Andrés, anclado en su silla y con una amenaza constante pendiendo sobre él, te sientes como un pequeño tontolaba. Te das cuentas de que todo lo que te inquieta en realidad son minucias. No sabemos valorar lo que tenemos. Nos ahogamos en supuestas tempestades que en realidad son solo el orvallo de algunos pasajes nublados, inevitables en cualquier biografía. La mayoría de nuestros sufrimientos constituyen meras anticipaciones negativas de cosas que todavía no han sucedido, y que muchas veces jamás ocurrirán. La prisa, las pantallas y la exigente rueda del trabajo nos llevan a perder de vista lo importante, lo trascendente.
«Me da más miedo no vivir que morirme», dice Andrés Marcio. No es un mal lema.