El cabreo de los franceses (que es el nuestro)
¿Y si el gran tema no fuesen los políticos sino todos nosotros, que pretendemos disfrutar el premio sin hacer el esfuerzo que se requiere para ganarlo?
Los británicos están bastante cabreados, porque las promesas nacionalistas del Brexit no acaban de cumplirse y el país va ni fu ni fa. Los estadounidenses están muy cabreados, divididos en una suerte de guerra civil ideológica, con dos bandos casi irreconciliables –o sin casi– y un candidato a la presidencia senil y otro que apoyó un asalto al Capitolio, con un tío disfrazado de indio al frente del motín. Y los franceses están híper cabreados, porque el poder adquisitivo ha mermado y la inseguridad ha crecido en sus barrios, y porque de propina quieren vivir igual de bien que antes trabajando menos que nunca. Por eso gana Le Pen.
En Occidente el malestar habita principalmente en la ancha clase media, el motor de sus sociedades, y atiende a una cuestión fundamental: la globalización le ha sentado mal a su poder adquisitivo, que cae desde los noventa, porque el futuro se ha pirado a Asia, el continente que sí crece en serio. Y cuando ves que tus hijos van a vivir peor que tú... malo.
Cuando los analistas estudian la situación política occidental suelen mirar al dedo y no a la Luna. Centran sus disquisiciones en los populismos políticos que afloran como respuesta, pero no en el problema primigenio. Por eso me ha encantado un artículo de ayer en The Sunday Times de Matthew Syed, un periodista de padre paquistaní y madre galesa, formado en Oxford, que presenta la peculiaridad de que en su juventud fue el campeonísimo de ping-pong de su país. Syed escribe un frase clave, que para mí resume el meollo del lío que tenemos: «Nadie quiere sacrificarse por un futuro mejor». Somos la generación de lo que él llama el «now, now, now» y el «me, me, me». Deseamos disfrutar el éxito sin asumir los sacrificios para alcanzarlo.
El cabreo de los franceses se entiende. Es como si las cosas hubiesen dejado de funcionar como antaño (un pasado que se tiende a idealizar). Muchos ya no se reconocen en su propio país. La borrasca es similar a la que opaca España, Alemania, Reino Unido… El Estado del bienestar europeo, insostenible en su formulación actual, se paga a deuda, lo que compromete el futuro de las generaciones venideras y lastra el propio crecimiento. Francia tiene una deuda pública sobre el PIB del 115 %, lo que hace que un bocado del león del dinero público se vaya a pagar los intereses de ese inmenso pufo. Una alocada huida hacia adelante, que por supuesto nadie se atreve a cortar, y menos el lepenismo, que comparte la idea de que papá Estado puede con todo y debe emerger como el redentor de la patria.
En paralelo, los franceses han perdido ganas de currar. Son pioneros en la reducción de jornada y al tiempo la productividad cae. Es decir: trabajar cada vez menos y además lo hacen peor. Con tan diligente espíritu quedan muchos puestos de trabajo sin cubrir. Falta mano de obra. Además, los hijos estorban en unas sociedades hedonistas, así que la demografía es un horror. ¿Y cuál es la solución? Pues la de todo el Occidente -todavía- próspero: traer masas de inmigrantes de fuera, poco cualificados en general y que se emplean con bajos salarios. Siguiente fase: roces en la integración, guetos y aumento de la inseguridad. Reacción: más cabreo y más votos para quienes prometen atajar la inmigración irregular (muchas veces de manera mendaz, como hicieron los brexiteros, pues en el Reino Unido la cifras globales han empeorado, con la diferencia de que donde antes había europeos ahora hay asiáticos y africanos).
La foto de Francia –y de toda Europa– se completa con una pérdida del sentido de lo trascedente y sus principios morales; con adocenamientos tipo Netflix y TikTok (cada vez más europeos tienen como distracción ver vídeos de gatitos y osos panda en el móvil); con flojísima pegada en el mundo digital, donde hoy se juega todo; y con una visión romántica del campo como reserva de identidad (cuando en la práctica vive de la subvención comunitaria, en lo que supone un autoengaño que está prohibido reconocer). Por último, culto al Estado a tope, una atosigante burocracia bruselense y una baja valoración de la importancia de la iniciativa personal y el meritoriaje. Ahí tienen resumido el paisaje de Francia. Y el nuestro.
Nos ha tocado vivir el declinar de Roma. Ni Macrones ni Lepenes van a cambiar demasiado la inercia. La salvaje escabechina de la II Guerra Mundial operó como lo que parafraseando al economista austríaco Schumpeter podríamos llamar «una destrucción creativa». Hubo que reconstruir el mundo y Occidente vivió en consecuencia un sensacional canto del cisne en los años sesenta, setenta y ochenta del siglo pasado. Ahora la ola ha perdido su ímpetu. Estamos en la resaca del desconcierto y en las propuestas milagreras, con una política cada vez menos templada y más intransigente, como ocurre cada vez que el bolsillo se acatarra.
Pero en fin... a Francia siempre le quedarán los macarons, el Louvre, una melancólica añoranza de la «grandeur» y el Carrefour.