Cátedra «Gómez de Sánchez»
La señora no es doctora. Ni siquiera al modo de su marido. No importa. La señora no es licenciada. No importa. La señora no tiene experiencia docente. No importa
«Antaño, cuando yo era joven…» ¡Cuántas veces no habré iniciado mis clases en la Complutense con ese arranque de la Carta VII, en el que Platón narra los prodigios y desventuras –más aún de lo segundo que de lo primero–, que lo llevan, de la Atenas que sigue a la guerra del Peloponeso, a la Sicilia majestuosa y tiránica, y retorno! Pero ese antaño de las aulas complutenses ya no existe. Sigue sólo recibiendo el nombre de Universidad. Leo declaraciones del que sigue recibiendo nombre de rector en ella. Cuenta cómo negoció una cátedra en el palacio de la Moncloa. Casualmente, para la esposa del presidente del gobierno. Y constato, de pronto, que el mundo en el cual viví se extinguió.
«Antaño, cuando yo era joven…», el horizonte al que se asomaba aquel que pretendiera llegar a obtener algún día una cátedra universitaria era literalmente endemoniado. Primero –entonces no hacía falta ni decirlo, ahora sí– era preciso haber obtenido una licenciatura universitaria, acompañada de la subsiguiente tesina: un mínimo de cinco años. A continuación, se requería la condición de doctor, que, tesis doctoral incluida, no solía bajar de otros entre cinco y siete años de preparación (ahora, basta con llamarse Sánchez). Eran los prolegómenos. Sólo a partir de ahí la carrera de fondo comenzaba.
El joven –aunque ya no tanto– doctor comenzaba a oficiar en tareas menores y pésimamente pagadas. Lo más habitual era iniciarse como becario de investigación y, con un montón de suerte, pasar, a los tres años, a la igual de pésimamente pagada situación de profesor ayudante, el subsuelo del sobreexplotado penenato. Naturalmente, si el infeliz pretendía llegar a final de mes y no tenía una familia que se lo costeara, lo suyo era hacer cualquier tipo de chapucillas con las que redondear el sueldo: en mi especialidad, lo habitual era restarle al sueño las horas necesarias para producir traducción tras traducción, que las editoriales pagaban bastante rácanamente; tal vez, en otras especialidades la cosa fuera menos áspera. De ayudante, con aún más suerte y más tiempo –además de con un montón de horas de trabajo como suplente que nadie pagaba–, podía llegar el día en que pluguiere, no se sabía a quién, ascender al pobre diablo al segundo escalón: profesor contratado. El contrato era administrativo, por supuesto, y podía ser roto por la administración –esto es, por cualquier eslabón de la jerarquía académica– cuando ésta lo juzgara conveniente y sin compensación de un duro. Unos diez años más tarde, si había una barbaridad de suerte y el pecunio universitario estaba eufórico, se convocaba a oposición un lote de plazas de profesor adjunto numerario. La proporción de opositores por plaza nunca bajaba del diez a una. Los privilegiados que pasaban sobre los cadáveres de sus iguales, en un serie de tres ejercicios bastante bestias, disponían de la condición de profesor adjunto –denominación más tarde cambiada por «profesor titular»–, inmensamente ventajosa en estabilidad laboral, pero no demasiado brillante en sueldo. La fase final, la que conducía a la cátedra, sólo conseguía cumplirla un porcentaje casi infinitesimal de elegidos por los dioses y por el estrechísimo filtro de las demoledoras oposiciones a cátedra. Al cabo, el uno o dos por ciento de lo que habían empezado la carrera a los 22 años, llegaba a la meta catedralicia al borde de la jubilación. Yo tuve suerte y lo logré antes de los cuarenta. Pero vi a amigos, no peor formados que yo, tener que someterse a esas humillaciones en serie hasta más allá de los sesenta. Y a la mayoría de ellos, no salvar el obstáculo nunca.
Antaño, eso era antaño, cuando yo era joven. Ahora, ¡qué bien!, todo es distinto. Si eres, claro está, la esposa de un presidente de gobierno al cual no le dé vergüenza meterse en estas cosas. El rector de la Complutense visita humildemente a la aspirante en su hogar del palacio de la Moncloa. «Negocia» con ella la oferta de una cátedra con nombre y apellido. Conyugales, por supuesto. La señora no es doctora. Ni siquiera al modo de su marido. No importa. La señora no es licenciada. No importa. La señora no tiene experiencia docente. No importa. La señora no tiene mérito académico alguno. No importa. ¿Oposición o concurso? ¡Uy, qué risa! La señora es la señora. De su señor. ¿Qué más mérito? Y el rector se vuelve a casa. Y la Cátedra Gómez de Sánchez ilumina los destinos innovadores de la añosa Complutense. ¿Es un delito? Puede que no. Y puede que eso sea lo más grave.
¡Qué suerte! ¡Qué suerte no haber tenido que vivir aquellos tiempos! ¡Aquellos de antaño! ¡Tan duros! ¡Aquellos, en los cuales fuimos jóvenes!