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Enrique García-Máiquez

Hidalguía

Hay que pensar en Mikel Merino pensando este homenaje. Porque un gesto así de milimétrico no se improvisa. Uno tiene que conocer y venerar la historia de su padre, para empezar

Aún estoy celebrando el gol de Mikel Merino, aunque el fútbol me gusta más bien poco. España, en cambio, mucho; pero vencer me da lástima por el perdedor, y más contra esa Alemania que tuvo la elegancia de poner por la megafonía del estadio a Raphael y su «Mi gran noche» para que celebrásemos su derrota a gusto. Con todo, el gol me tiene entusiasmado. Por su factura aérea, por su limpieza geométrica y, sobre todo, por su celebración.

Tras el gol, Mikel Merino se fue al banderín del córner y le dio una vuelta, apretó los dos puños y miró al cielo. Muy bien. Mucho mejor todavía cuando me enteré de que su padre, Miguel Merino, celebró exactamente así un gol que metió en ese mismo estadio de Stuttgart hacía 33 años, ni uno más ni uno menos, jugando para el Osasuna, también de rojo. Las herencias hay que ganárselas y eso –además de meter un gol precioso en el momento preciso– había hecho Mikel Merino.

Cuánto más lo pienso, más hermoso resulta. El gol en sí, como hemos visto todos, por supuesto. Pero su circunstancia lo realza. Para empezar, Merino es suplente. Podía no haber salido. No forma parte del once de gala. En cambio, si algo todavía mejor no acontece, ese gol quedará como el incontestable icono hispánico de esta Eurocopa. A lo mejor, un gol en la final es más trascendental –D. m.–, pero ¿será tan bello? Y esto, para los que no jugamos de titulares ni en unos equipos ni en otros, conlleva un magnífico mensaje de esperanza. Basta un instante de inspiración para dar al alma la salvación. La gloria no se cuenta en minutos jugados ni en kilómetros corridos ni en número de seguidores ni en ruedas de prensa, sino en los tres segundos de un cabezazo homérico, que diría John Ford.

Tres segundos, treinta y tres años y la premeditación. Comparando ambos vídeos, el del padre y el del hijo, se ve que la celebración del primero es más auténtica, y la del hijo ritual. Pero lo auténtico está sobrevalorado y el rito hay que ponerlo en su sitio. En esa vuelta al córner, tan imitativa de la del padre, está todo: la reverencia, la acepción, el homenaje, el orgullo y la filiación. Es un gesto etimológica e intencionalmente hidalgo: hijo de algo: del gol del padre rematado por el gol del hijo. Un jugador de la selección nacional de España demostraba así dos cosas, que además de nacional es patriótica, en cuanto que viene, como la patria, de los padres, y que la españolidad va intrínsecamente unida a una hidalguía que nace de nuestro instinto cultural.

Hay que pensar en Mikel Merino pensando este homenaje. Porque un gesto así de milimétrico no se improvisa. Uno tiene que conocer y venerar la historia de su padre, para empezar, y luego hay que acostarse la noche anterior soñando con que uno –que no es titular– va a jugar y que, además, va a meter un gol muy improbable en un campeonato muy tacaño con los marcadores. Aquí encontramos otra lección transversal: soñemos. Que los porcentajes de probabilidades no nos corten las alas. Ante las dimensiones del salto de Merino, ya se ve que a él no se las cortaron.

Puestos a soñar, ahora espero que, dentro de otros 33 años, en Alemania o donde sea, un jugador de fútbol llamado Miguelín Merino meta un gol sublime para el equipo español o para un equipo español y corra al banderín del córner y se marque una celebración circular con sus puñitos cerrados. Será su ejecutoria de hidalguía. Eso sueño; y que nosotros lo veamos.