No hay ultraderecha, pero sí extrema izquierda
Silenciar problemas e insultar a quienes los padecen solo sirve para distanciarse de la política y buscar soluciones en otros consultorios
No es verosímil que decenas de millones de europeos de Francia, Alemania, Países Bajos, Italia o España se hayan vuelto tontos, locos o fascistas de repente y que el único «test progre» realizado para llegar a esa conclusión sea traducir así, con un vulgar brochazo, el sentido de su voto.
La búsqueda de soluciones milagrosas para problemas acuciantes tiene una amplia historiografía en el campo médico, donde surgen de siempre vendedores de crecepelo, curanderos con lejía y sanadores con las manos cuando las terapias habituales yerran en el diagnóstico y no aciertan con el remedio.
Y algo de eso le ocurre a la política tradicional, ubicada en una agenda de buenos sentimientos para asuntos menores y de patéticas luchas a vida o muerte en conflictos ficticios o hinchados que ocupan su tiempo mientras, en la vida real, se amontonan quebrantos, miedos y desastres objetivos que tapan con un tupido velo.
El auge de Le Pen, pese a todo, de Meloni, Orban, Farage o Abascal, que no se parecen entre ellos aunque la izquierda política y mediática los mete en el mismo saco para generar la dialéctica barata del enemigo común y dedicarse a combatirlo como excusa para no afrontar los desafíos auténticos; obedece casi en exclusiva a su falta de temor al «qué dirán» las élites políticas y mediáticas y a su disposición a escuchar el «qué dicen ya» los ciudadanos rasos.
Y a centrar ese proceso en los tres asuntos de los que el resto huye como una foca de un tiburón: la inseguridad, la inmigración irregular y la identidad nacional, con todo lo que cuelga de cada uno de ellos. Mientras no se tenga una conversación sana, clara, valiente y decidida al respecto, sin maximalismos hiperventilados pero también sin silencios sepulcrales; el profundo vacío se seguirá llenando de un ruido sin matices que se centra en magnificarlos más que en solucionarlos, pero al menos establece una conexión con quienes, simplemente, se sienten olvidados por la política de siempre.
Hoy un europeo medio, sin distinción de fronteras, recibe doctrina sobre ecología, hábitos de consumo o igualdad de género, entre otras piezas del catálogo de bisutería del chiringuito ideológico al uso.
Y se siente señalado, cuando no condenado directamente, como responsable de males que no ha provocado o directamente no existen en la dimensión que le venden para justificar la penitencia fiscal, moral o política a la que a continuación le someten, como si estuviera siempre en deuda y marcado por un pecado original que no recuerda haber cometido y sin embargo nunca terminará de compensar.
Pero nadie le habla de por qué su barrio se ha deteriorado hasta extremos insoportables, por qué convive con aludes de inmigrantes cuyo plan de vida (en tantos casos a su pesar) se limita a «estar» y no a «hacer» o por qué los mismos que le señalan como sospechoso endémico de no respetar a las mujeres, los gais o los negros (una lacra residual y en todo caso perseguida con amplísimos consensos sociales y legislativos) miran para otro lado cuando tienen delante a grupos que sí carecen de esos valores, por distintas razones.
Solo se imponen los valores europeos fundacionales, que son la libertad, la igualdad y la fraternidad, a quienes ya los tienen, como pretexto para establecer en su nombre una especie de agotador catecismo que jamás cumplirás. Y justificará, por ese eterno suspenso, la adopción de más y más medidas tendentes a castrar la autonomía propia y reforzar el poder político, cada vez más invasivo y caprichoso.
Transformar a la víctima en agresor para, a continuación, negarse a indagar y a actuar sobre quienes sí pueden ser agresores de verdad solo sirve para criminalizar injustamente a todos y radicalizar a ciudadanos normales que, ante la ceremonia de borrado y señalamiento que sienten, se abrazan a quienes ya de entrada no les culpan y a continuación les atienden. Aunque sea mal.
En Europa no crece el fascismo, por mucho que dirigentes como Pedro Sánchez no se saquen el término de la boca, válido tanto para estigmatizar a sus rivales como para exonerar de toda responsabilidad a su captadora esposa. Pero sí medra un nacionalismo identitario, en respuesta a una ultraizquierda cada vez más radical y casposa, que replica también a un vértigo global que exige respuestas distintas a las habituales, el silencio o el berrido.
Se llama pedagogía, atiende a la realidad y preludia decisiones sensatas, claras y fáciles de entender para regular la convivencia con un catálogo de obligaciones y de derechos que no atiende ni a la raza ni al género ni a la fe, pero sí a los comportamientos con los que cada uno se conduzca por la vida.
Mientras eso se sustituya por improperios baratos y una dejación de funciones galopante, los «fachas» seguirán creciendo y cada vez les importará menos lo que les llamen los burócratas de toda la vida. Quien no aprenda esa lección, o se engañe por los resultados en Francia y el Reino Unido, acabará suspendiendo el curso, arrasado por su propia cobardía.