El tropezón
Cuando todos los deportistas han desfilado y se sitúan en la zona central del estadio olímpico, se da paso a los discursos y se proclama, con ridícula emoción, la apertura oficial de los Juegos. Y ahí llega mi frustrada ilusión
El de hoy es un texto políticamente incorrecto. Yo añadiría, en un alarde de sinceridad, que inadmisible. Pero responde a una ilusión no cumplida que tengo desde mi juventud, y que, de incumplirse en los Juegos Olímpicos de París, mucho me temo que jamás la podré experimentar. Cuatro años de nueva espera se me antojan insalvables.
Los Juegos Olímpicos se inauguran con una fiesta multicolor. Todos los atletas y deportistas desfilan detrás de sus banderas. El público se emociona con esta elemental exhibición, y los deportistas olímpicos se comportan como si fueran «cheerleaders» de cualquier festejo popular en Filadelfia. En la actualidad se ven mucho en las canchas de baloncesto, y en mi niñez, ignoro el motivo, las conocíamos por «charibaris». Pero toda esa aglomeración de aliporis apenas me afecta. Mi ilusión jamás lograda es otra.
Cuando todos los deportistas han desfilado y se sitúan en la zona central del estadio olímpico, se da paso a los discursos y se proclama, con ridícula emoción, la apertura oficial de los Juegos. Y ahí llega mi frustrada ilusión.
El último atleta que porta la antorcha encendida en el Olimpo, entra en el Estadio. Una ovación la recibe. Se ignora si la ovación se dedica a la antorcha o al atleta. En mi opinión, inmerecida a una y otro. De haber conservado el fuego del Olimpo, el aplauso estaría justificado. Sucede que ese fuego que tanto ilumina la emoción de los espectadores, es un fuego de mechero «Bic», «Clipper» o «Zippo». Desde Grecia, se ha apagado en muchas ocasiones, y vuelve a prenderse con la ayuda de estas prestigiosas marcas de encendedores. Y el atleta, apenas ha recorrido dos o tres kilómetros portándola, que no es distancia merecedora de ovaciones. Pero mi ilusión –siempre insatisfecha–, nace en mi ánimo en esos momentos.
No es otra, que el atleta que asciende con toda su energía y agilidad por las escaleras que conducen el pebetero, tropiece en un mal cálculo de escalón, pierda el equilibrio y se caiga. Un morrazo olímpico.
Se me escapa la vida y ningún atleta portador de la antorcha se ha dado el morrón en la escalera hacia el pebetero. Desde Roma, en 1960, hasta Tokio, en 2021, he seguido con enorme ilusión e interés la acción del atleta portador de la ultima antorcha. Y nunca se ha caído. Pero en la presente ocasión, es muy probable que, al fin, mi sueño se haga realidad. Macron es gafe.
He consultado con arúspices, brujos, quirománticos y adivinadores. He invertido en ello centenares de euros. El británico Melvin Sandhouse, que predijo dos años atrás que Biden no se presentaría a la reelección como presidente de los Estados Unidos, me ha desanimado. «El atleta no tropezará», ha asegurado. Pero el chino Hoang-Chu-Min, que aventuró que a Gómez le iban a salir los tiros por la culata en los «fundraising» segmentados, ha sido categórico. «El atleta se dará la torta». Los chinos son muy suyos, no hay chino bueno, pero Hoang-Chu-Min, no se deja llevar por la peculiar perversidad amarilla, sino por la contemplación de los astros, y no duda al respecto. En la culminación de mi existencia, mi sueño se cumplirá.
Ante miles de millones de espectadores, con todo el mundo pendiente de la antorcha de fuego «Bic», «Clipper» o «Zippo», el atleta portador del olímpico artilugio, tropezará, perderá la antorcha, se precipitará hacia el suelo en un tramo de diez escalones como poco, se fracturará el menisco, y darán comienzo los Juegos Olímpicos de París.
El chino no falla.