Un presidente infiltrado
España no puede tener al frente a un presidente equivalente a un juez que amaña un juicio para ayudar al imputado
Pedro Sánchez no puede gobernar España, porque todos sus pasos han de estar intervenidos con la certeza de que solo es presidente si, a cambio, ayuda a sus interventores a destruir el país al que traiciona por supervivencia.
La obscena negociación de su investidura en el extranjero ya es, de por sí, razón suficiente para invalidarlo. Y con esa génesis, todo el desarrollo posterior solo puede ahondar en la vergüenza, el desastre y el abuso: no le eligieron para gobernar, sino para destrozar el bien común que las minorías radicales no pueden derrumbar sin contar con ese ilustre infiltrado.
Sánchez no es un presidente: es el policía corrupto que le sopla las operaciones en marcha a una banda criminal, el juez comprado que amaña un juicio para librar a un acusado, el periodista sobornado que publica mentiras y esconde verdades, el árbitro vendido que anula goles legales y concede otros con la mano, el maestro que suspende a un buen estudiante y da matrícula de honor a un zángano de la familia correcta.
Cada paso dado por Sánchez, por sí solo, es causa suficiente de dimisión, juicio, reprobación, destierro o todo a la vez, sin excepción ni paños calientes: anula sentencias por corrupción, coacciona a jueces decentes, okupa con sicarios las instituciones del Estado, persigue a la gente ejemplar y amnistía, indulta o premia a delincuentes, asfixia a los autónomos y coloca a familiares y amigos y transforma la legislación en un papel mojado, adaptable a sus necesidades aunque todas ellas sean siniestras, ilegales y perjudiciales.
La aparente fortaleza sanchista es el mayor indicio de su debilidad, que se percibe en la obscena estampa de un prófugo, Puigdemont, trincándole la entrepierna, enviándole una cabeza de caballo y convirtiendo un chantaje habitualmente clandestino en un espectáculo público: si no me dejas ser presidente de la Generalitat, tú no lo serás del Gobierno de España. No es un intercambio, es un soborno político. No es un pacto, es un negocio. No es diálogo, es corrupción.
El separatismo es un monstruo insaciable que tiene más hambre cuanto más come, y Sánchez ha querido colocar la idea de que puede introducirlo en los placeres sostenibles de la dieta mediterránea, con el resultado por todos conocido: en el mejor de los casos quebrará la cohesión económica de España, regalándole a ERC una Agencia Tributaria propia incompatible con la solidaridad con las regiones más humildes.
Y en el peor, además de eso, acelerará la beatificación de Puigdemont para no tener que marcharse de La Moncloa, donde sigue ejerciendo de «inquiokupa» en una nueva modalidad: en 2018 pegó la patada en la puerta sin ningún contrato, como un quinqui vulgar con esa moción de censura abyecta. Ahora ya lo tiene, pero se salta su principal cláusula: no se puede presidir un país si, para lograr el puesto, has de transformarte en la principal arma de destrucción masiva del mismo.
Marcharse a Cataluña a honrar con dinero y canonjías a Pere Aragonés mientras se acusa a Ayuso de practicar «dumping» fiscal y a Madrid, la región más solidaria de España, de atacar al resto de comunidades es propio de un villano sin escrúpulos y, por ello, capaz de todo.
Por ejemplo, de ir exigiéndole explicaciones a jueces y periodistas por investigar o narrar las andanzas de su esposa, creadora de una empresa privada escondida en el disfraz de una cátedra, o de su hermano, el primer director de orquesta a distancia del que tiene constancia la humanidad.
Cada generación, se dice, vive un momento histórico que termina por retratarnos a todos para la posteridad. La de ahora lo está viviendo en directo, con un cacique amoral y sin límites que obliga a posicionarse: o se está con él, en esa charca fétida, o se está con la depuradora necesaria para que vuelva a correr el agua.