Sólo cada cuatro años
Bien está. Nada puede objetarse a ese modo tan simple de salvar vidas humanas y de enriquecer a hosteleros. Tengamos, eso sí, la cortesía de no inventarnos historias morales, sin embargo. No, no son modelo moral alguno para nadie, los llamados deportistas de élite. Son profesionales. Muy cualificados
Sucede, en la Ilíada, inmediatamente después de que Aquiles haya tomado consciencia del engaño que lo llevó a creer que conversaba con el amigo Patroclo, cuyo cadáver yace al lado de su tienda. «Ay, no existe la menor duda: un no sé qué vive aún en el Hades, un alma, un simulacro, pero en eso no habita ya espíritu alguno». Hablar con fantasmas desvaídos es indigno de un guerrero. Dese al cuerpo del héroe «la parte de fuego» que le corresponde en la pira funeraria. Y hónrense sus cenizas.
Y, a verso seguido, empiezan las competiciones que, ante el tribunal de los dioses Olímpicos, garantizarán que el honor de Patroclo transite el Aqueronte y pueda perderse en paz en el reino del eterno olvido. Siglos más tarde, Píndaro de Tebas reflejará maravillosamente, en su octava Pítica, la crueldad combatiente que ese rito guerrero exige. ¡Ay de los derrotados!
“Para ellos no se decidió
en Delfos un regreso jubiloso,
ni al llegar de vuelta junto a su madre una suave sonrisa
suscitó el regocijo. Por las callejuelas,
a escondidas de sus enemigo
se deslizan temerosos, desgarrados por su fracaso”.
Sólo la victoria contaba en esas guerras litúrgicas que eran los «juegos»:
“Porque, quien ha obtenido algún reciente triunfo,
muy airoso se eleva
impulsado por su gran esperanza
sobre los alados poderes de su hombría”.
No, claro que no eran los rituales de guerra, que los aqueos homéricos dedican al héroe caído en combate, un «juego». Eran ceremonias fúnebres. Y esa liturgia sagrada marcó su continuidad en la cultura griega. Como tales, revestían ceremoniales y solemnes. Nosotros, hombres del dicen que desacralizado mundo moderno, recogimos el término para trocarlo –como todo en las sociedades de masas– dar cuenta de un evento circense. Altamente rentable para quienes lo organizan: comités olímpicos como países anfitriones. Por fortuna, una tal vulgaridad turística irrumpe sólo en nuestras vidas cada cuatro años. Pero, cuando lo hace, su potencia de embrutecer a escala mundial tiene pocos parangones.
Los llamados juegos olímpicos modernos son invención de un racista enamorado del teatro de muchedumbres y del músculo de la bestia rubia hitleriana. Nadie se toma demasiadas molestias en comprobar quién era el tal Coubertin. Mejor así. Podría provocarle vómitos. Y no, no anda la vida tan benévola como para llevarse disgustos innecesarios. Los entretenimientos deportivos son, a falta de escenarios y actividades más complejos, el alma profunda del hombre contemporáneo. Pascal pensaba que sin entretenimiento pocos conseguirían soportar la vida. Es irrefutable: sin el fútbol, por ejemplo, las tres cuartas partes de la población actual del planeta se habrían ya suicidado, víctimas del aburrimiento que acompaña a los cerebros ágrafos. Televisión más deporte son la felicidad del hombre estabulado. Depauperada reliquia de lo que fue una vez el animal hablante.
Bien está. Nada puede objetarse a ese modo tan simple de salvar vidas humanas y de enriquecer a hosteleros. Tengamos, eso sí, la cortesía de no inventarnos historias morales, sin embargo. No, no son modelo moral alguno para nadie, los llamados deportistas de élite. Son profesionales. Muy cualificados. Ni más triunfales ni más sórdidos que cualesquiera profesionales en cualesquiera oficios con cierto grado de especialización. Y con similares químicas echando una mano. Trabajan. Ganan dinero. Como todos. ¿Ejemplaridad moral? No desbarremos.